
Las elecciones del 25 de mayo son las primeras europeas que se celebran después del Tratado de Lisboa de 2007, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009 y sustituyó a la fallida Constitución Europea, farragosa e intervencionista, que no se promulgó tras el rechazo de franceses y holandeses en referéndum.
El referido Tratado es mucho más simple que el texto constitucional que se pretendía implantar pero contiene la "esencia de la Constitución" que no prosperó, sin incluir los elementos de rechazo que aquella contenía. Uno de sus elementos más innovadores es que la mayor parte de las decisiones del Consejo Europeo ya no son adoptadas por unanimidad sino por mayoría, lo que constituye un paso de gigante en la federalización del club europeo. Y uno de sus grandes avances es el nuevo procedimiento legislativo ordinario, de codecisión entre el Parlamento Europeo y el Consejo, que se implanta en la gran mayoría de las materias (en unas pocas cuestiones funciona el procedimiento llamado de consulta y aprobación).
En definitiva, la Eurocámara se vuelve decisiva a la hora de legislar y adquiere un papel relevante en la designación del presidente de la Comisión Europea y en el control del Ejecutivo comunitario y de los Presupuestos europeos. El salto es impresionante, pero ni la UE está cerca todavía de ser una entidad federal, ni el Parlamento Europeo tendrá las funciones clásicas de una cámara legislativa democrática en los regímenes de nuestro entorno. Tampoco la Comisión es un verdadero Gobierno.
Las diferencias son muchas, pero algunas de los cambios resultan reveladores. La Eurocámara designará al presidente de la Comisión Europea, tras optar los ciudadanos entre una mayoría conservadora y otra progresista. Los candidatos respectivos son Jean-Claude Juncker y Martin Schulz -aunque, curiosamente, el candidato del PPE, Juncker, no será parlamentario europeo-, pero el candidato no conseguirá imponer un verdadero y original programa de gobierno.
Primero, porque el presupuesto comunitario -que representa poco más del 1% del PIB conjunto- ya está distribuido (se aprueba por septenios); segundo, porque sus decisiones deberán pasar la criba del Consejo Europeo; y tercero, porque los comisarios no son personas de la confianza del presidente de la Comisión sino impuestas por los Estados miembros, que pueden ser o no del mismo sector ideológico de éste.
Además, las decisiones macroeconómicas no competen a la Comisión sino que son adoptadas por el Consejo y, por delegación, por el consejo de ministros de Economía (Ecofin), en tanto las de política monetaria corresponden al BCE, que tiene unos estatutos muy estrictos que le impiden cualquier veleidad que no esté directamente encaminada al control de la inflación.
En definitiva, no estamos aún ante una Europa federal pero sí ante un proceso de integración en fase avanzada en que cada vez más decisiones se adoptan en las instituciones europeas. Y resultaría absurdo que el sentido cívico de participación democrática, que la ciudadanía española tiene notablemente desarrollado, se manifestase apenas en los escalones nacionales y no se ejerciese allá donde realmente se marcan las verdaderas pautas ideológicas y materiales.
Con la crisis hemos podido asistir a la evidencia de que las políticas económicas y fiscales venían inexorablemente marcadas desde la UE, que nos obligaba a cumplir el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y condicionaba el apoyo político y económico al seguimiento de las políticas de austeridad y consolidación fiscal que habían sido establecidas. La impronta no se limitó a establecer estos criterios rigurosos de índole económica sino que alcanzó el núcleo duro de nuestro ordenamiento constitucional, el artículo 135 CE, que fue dramáticamente reformado bajo presión en 2011 por el Gobierno de Rodríguez Zapatero con pleno apoyo del Partido Popular.
Lo que conduce a la conclusión, sin duda un tanto inquietante, de que nuestro futuro se juega en Europa, de forma que las políticas europeas son cada vez más un asunto interno de todos los españoles. Hasta el momento, la percepción masiva que aquí se tiene no coincide con esta realidad prosaica pero es preciso que cambiemos de óptica y aceptemos que la pertenencia que más influye en nuestra vida es la europea. Ni siquiera la ideología -el ser progresista o conservador- tiene ya sentido en el plano escueto del Estado: los grandes vectores son también europeos, como bien sabe Hollande, por citar el ejemplo más actual, o como pudo experimentar Rodríguez Zapatero, obligado a acatar un inapelable plan de estabilización.
Antonio Papell, periodista.