La sociedad debe percatarse de que hay reciprocidad entre lo que aporta y lo que recibe.
El Gobierno ya tiene las bases de una abstracta reforma fiscal redactada por un grupo de 'sabios' encabezado por Manuel Lagares, quien ya auspició las anteriores reformas promovidas por Aznar. Básicamente, la propuesta apuesta por una simplificación del modelo y por una devaluación fiscal, con rebaja de cotizaciones sociales y subida del IVA, que incluirá una reducción de los grades impuestos -IRPF y Sociedades- a costa de la ampliación de la base imponible y de una reducción general de todas las deducciones.
La propuesta es flexible para poder ajustarse a un calendario de consolidación fiscal en marcha, por lo que se aplicará con cierta gradualidad. Pero no se aclara suficientemente lo que debería ser básico en una reforma fiscal de gran calado que se quiere implantar exnovo: qué modelo de Estado se quiere financiar. Diríase, en fin, que este gobierno pretende reducir el debate fiscal al campo teórico de qué nivel impositivo es más deseable para no entorpecer el proceso económico y de qué impuestos son más favorables o lesivos para la actividad, evitando a toda costa el debate ideológico sobre los impuestos directos e indirectos ni sobre la presión fiscal que habría que mantener para conseguir determinado nivel de gasto (de servicios).
No es difícil defender la idea de que el sistema fiscal de un Estado sólo adquiere sentido si se pone en relación con el gasto público que se pretende financiar. La sociedad civil debe, además, percatarse por razones de salud democrática de que existe una correspondencia entre los tributos que aporta y los servicios públicos que recibe a cambio. No se puede, por tanto, proponer un sistema fiscal desvinculado de la ideología, de la política, y -en el plano más prosaico de la opinión pública- de las preferencias que tengan acreditadas los ciudadanos, y que no siempre responden a un esquema dogmático preconcebido. Por decirlo más claro, el sistema impositivo ha de vincularse al modelo de Estado de Bienestar que se quiera instaurar.
En nuestro caso, es evidente y constatable que la sanidad pública gratuita, universal y de calidad tiene gran predicamento en la población, tanto entre los votantes del PP como del PSOE, por lo que el sistema fiscal debería adaptarse a este requerimiento. También tiene prestigio general la escuela pública, pero en otros gastos hay opiniones más plurales. De cualquier modo, es claro que el sistema fiscal ha de ponerse en relación con la voluntad general -que tiene algunos elementos permanentes- y con el programa gubernamental de la mayoría de turno. En cualquier caso, es bien conocido que si se quiere tomar el pulso a la sociedad con suficiente aproximación, la opinión en materia de impuestos ha de solicitarse poniendo en relación los tributos con las contrapartidas; porque el rechazo instintivo a pagar impuestos cede cuando se muestra que tales impuestos hacen posibles los servicios públicos y las prestaciones sociales
En 2011, la presión fiscal era en España del 32,4 por ciento del PIB frente al 40,7 por ciento en la UE27. En 2012, la presión fiscal española era del 32,9 por ciento, 5,5 puntos menos que en 2007. La gran caída de la recaudación explica este descenso sobre cifras ya bajas en relación con Europa. Y esta caída ha obligado a intensos recortes de los servicios públicos y de determinados gastos inobjetables que hay que recuperar. En estas circunstancias, y cuando las estadísticas arrojan datos espeluznantes de desempleo y pobreza severa, la idea de bajar impuestos para animar la actividad puede resultar atractiva pero ha de gestionarse con prudencia y racionalidad. Pese a algunas polémicas estériles sobre el carácter conservador o progresista de los impuestos, no han pasado los tiempos en que la derecha, en general, apuesta por el estado mínimo, en tanto la izquierda prefiere un estado más voluminoso y servicial. Sin embargo, los grandes países europeos han frenado en gran medida los vaivenes a consecuencia de las alternancias y han creado sistemas educativos y sanitarios permanentes que se mantienen al margen de las vicisitudes políticas. Aquí, con toda evidencia, no hemos llegado aún a esta situación deseable, y no sólo continúa la pugna por imponer sesgos ideológicos en estos terrenos asistenciales -el PP ha reformado en esta legislatura la Educación mediante una ley sin el más mínimo consenso y ha pretendido privatizar sectores sanitarios, de momento sin éxito- sino que el zigzag alcanza incluso a asuntos que ya se suponían superados, como el aborto. Por este camino, también la fiscalidad será, seguirá siendo, un asunto coyuntural y opinable, que oscilará al albur del color de la mayoría política de turno. Y aunque, dentro de ciertos límites, ello no haya de ser necesariamente negativo, las grandes oscilaciones generan inseguridad jurídica y distraen al inversor. Todavía hay tiempo de compartir la reforma fiscal en ciernes entre las sensibilidades moderadas del Parlamento.