
El ministro de Economía, Luis de Guindos, comentó el pasado día 17 de febrero, en una rueda de prensa informal en Bruselas, la caótica respuesta de la Unión Europea a la crisis económica en la que echó de menos "más coherencia y previsibilidad". Y deslizó un malévolo diagnóstico que describe cabalmente la realidad: "normalmente, en la zona euro exploramos todas las alternativas posibles antes de adoptar la correcta".
Efectivamente, tras la bancarrota de Lehman Brothers (septiembre de 2008), hubo intentos de ofrecer una respuesta coordinada a la crisis a través del G-20, una institución creada inicialmente en 1999 para reunir a las grandes economías desarrolladas y emergentes. Después de una cumbre del G-8 sin resultados, el 15 de noviembre de 2008 se reunió a instancias de Bush una cumbre de jefes de Estado y de Gobierno del G-20 en Washington, y los reunidos -entre los que ya estaban España y los Países Bajos- acordaron, entre otras resoluciones, "utilizar medidas fiscales para estimular de forma rápida la demanda interna, al tiempo que se mantiene un marco propicio para la sostenibilidad fiscal". En otras palabras, la institución acordó medidas de estímulo anticíclicas como las que se habían adoptado durante la Gran Depresión.
El plan E de inversiones públicas desarrollado por España fue la consecuencia de aquellas prescripciones, que aplicaron también otros países de la Unión Europea. Pero, para honrar la tendencia vacilante de que hablaba Luis de Guindos, en mayo de 2010, Europa se desmarcó de las que habían sido sus primeras consignas y en el G-20 de Toronto, en junio de dicho año, quedó de manifiesto la ruptura entre Estados Unidos, que con China y la India, persistían en su afán de mantener los estímulos para combatir la recesión, y los países europeos, con Alemania al frente, que ya se decantaron abiertamente por reducir el gasto, avanzar hacia el equilibrio presupuestario y llevar a cabo reformas para incrementar la productividad.
Curiosamente, el FMI, en su documento posterior a aquella cumbre canadiense, objetó tímidamente que una reducción rápida del déficit podía retrasar el crecimiento económico? Poco después, el Fondo se olvidaba de los ciudadanos y se convertía en apóstol abnegado de las más duras tesis europeas/alemanas.
Lo demás ya se sabe: mientras Europa se centraba en su inclemente plan de estabilización, con las consecuencias sociales imaginables -España ha llegado a los seis millones de parados y ha perdido siete puntos de PIB, con severos recortes salariales y la pérdida casi total de derechos laborales-, los Estados Unidos se mantuvieron firmes en la aplicación de sus políticas de demanda, con estímulos fiscales lanzados por la Reserva Federal.
Europa, tras una segunda recesión más dolorosa que la primera, está saliendo ahora, quebrantada, del atolladero, pero EEUU crece ya desde hace tiempo por encima del 3%, ha reducido significativamente el desempleo y no padeció la segunda recesión. No puede, pues, decirse que Merkel tenía razón y Obama no. Y Zapatero, en fin, hizo lo que cualquier otro presidente español hubiera hecho en su lugar: atender a los requerimientos de la UE en el marco del G-20. Políticas expansivas, primero, y súbito viraje que anunció aquel histórico 12 de mayo de 2010, después, tras recibir la conocida y terminante conminación del núcleo duro de la Unión.
Pero la esquizofrenia no parece detenerse: en la última reunión de los ministros de Finanzas del G-20, a la que también ha asistido De Guindos, que ha concluido este pasado 23 de febrero en Sidney, los reunidos han pactado un documento en el que acuerdan acelerar un 2% de producto interior bruto global en los próximos cinco años mediante "acciones concretas" como "aumentar la inversión, estimular el empleo y la participación, mejorar el comercio y promover la competencia". La propuesta, de nuevo expansionista y keynesiana, deberá ser aprobada en noviembre, en la cumbre de los jefes de gobierno del G-20 en Brisbane.
El propio de Guindos, que sin embargo anunció que España no emprendería medidas especificas para impulsar el crecimiento (bastarían a su juicio el plan de estabilización fiscal emprendido y el Plan Nacional de Reformas de su gobierno), ha destacado que, de ponerse en marcha esta iniciativa del G-20, España crecería un 0,4% más cada año.
El G-20 cerraría así su ciclo desconcertante, como si, a juicio de la comunidad internacional, la política macroeconómica debiera ser preferentemente keynesiana, y tendente por tanto a combatir las fases descendentes de los ciclos económicos... salvo en los momentos más críticos de depresión... que es cuando más sentido tendría apelar a la política para combatir la adversidad.
Antonio Papell, periodista.