
Somos las personas, no los políticos, quienes generamos actividad, empleo, ahorro e inversión.
Se aferra el Ejecutivo a diversas cifras y tendencias, de sobra conocidas, que parecen indicar con claridad que ya salimos de la recesión, al menos oficialmente, y que abandonamos las tasas de crecimiento negativo. De otra parte, se insiste, para contrarrestar la euforia gubernamental y no sin razón, que aún queda mucho por recorrer, que esos crecimientos son y serán débiles y, para colmo, que hasta que todo ello se traduzca en creación de empleo y disminución del paro tendremos todavía que sufrir. Desde luego, las medidas del ministro de Hacienda (más impuestos) así parecen confirmarlo.
Porque si algo omiten los políticos y a veces olvidamos es que no son ellos, las autoridades, quienes generan actividad, empleo, ahorro, inversión, etc. Somos las personas quienes sacamos esto adelante y, desde luego, la actual situación tiene salida y fin. Si acaso, lo más que pueden aportar los políticos es establecer un marco de normas, reglas, instituciones o principios y de aplicación de los mismos (fundamentalmente de vigilancia en el cumplimiento de los contratos y acuerdos libres) que fastidie lo menos posible "las actividades del hombre en los actos corrientes de la vida", que es así como definía Alfred Marshall la Economía.
Y, ciertamente, hay muchos indicios de que la recesión, la crisis, está a punto de acabarse, pero también hay mucha debilidad; muchos factores endebles, sobradamente referidos; muchos elementos que están estorbando (sobre todo déficit y deuda públicos y ausencia de reformas) y todavía se mantiene mucha incertidumbre en diversos sectores, como el financiero o el eléctrico. Una de las reformas mejor encaminadas por este Gobierno, el mercado laboral, ha sido insuficiente y dejada a medias, sobre todo en lo que a simplificación y unificación de criterios y cuantías por despido improcedente se refiere; pero, aún así, nos permite crear empleo con más facilidad que antes y, por tanto, sabemos que no precisaremos de crecimientos por encima del 2 por ciento para hacerlo. Pero este Gobierno no ha acometido la empresa que del mismo se requería.
Ni baladí, ni gratuita, ni regalada fue la respuesta en las urnas que, hace en torno a un par de años, otorgó el electorado al Partido Popular, con una mayoría absoluta y un reparto del poder que difícilmente volverá a repetirse para nadie en próximas convocatorias electorales. Y no me refiero únicamente a las elecciones generales de noviembre de 2011, sino al conjunto del reparto del poder en los parlamentos autonómicos y, por tanto, la capacidad que concedía el electorado para acometer una reforma seria y profunda de las estructuras administrativas y de la organización general del Estado para cambiar una situación insostenible, tanto en el terreno económico como en el político y administrativo, por la expansión e invasión tan exagerada que, en los últimos años, ha tenido lo político, lo burocrático, lo administrativo, llegando incluso a fragmentar y desmembrar el mercado interno, en dirección opuesta a Europa.
Reforma administrativa y organizativa del Estado, de lo político, que no requería revertir, eliminar o ni siquiera reducir el sistema autonómico que todavía contempla nuestra Constitución, sino racionalizarlo y dotar de eficiencia a la Administración, en lugar de suponer un refugio o receptáculo de burócratas o paniaguados que viven a costa de lo que quitan a los ciudadanos y cuyo encaje y expansión han fomentado la corrupción.
Una reforma institucional en condiciones que eliminase muchos de los fondos o gastos que van a transferencias de diversa índole o cariz; destinados a mantener nutridos sistemas de intereses ideológicos, políticos, económicos o de captación de afinidades y votos; que financian varios miles de organismos, empresas, instituciones, entes, sociedades, públicos en los tres ámbitos de la Administración. Una reforma que resuelva las connivencias entre poderes públicos, fundamentalmente entre el jurídico y el ejecutivo, aunque también el legislativo; que minore la plétora de puestos, sillas, funciones, cargos, organizaciones, destinos, en todo lo que hace a lo público y dentro de todas y cada una de las Administraciones: desde el Parlamento nacional, que podría funcionar con 250 o 175 diputados (lo que posiblemente obligaría a alterar el sistema electoral y aproximarlo al principio de "mismo valor para cada voto"), pasando por los parlamentos autonómicos, diputaciones provinciales o los entes locales, cuyo número de más de 8.000 podría reducirse a 2.500 o 3.000, sin que administrativamente sufriesen los ciudadanos. Todo ello, por descontado, reduciendo, racionalizando y simplificando el sistema tributario en su conjunto, permitiendo desarrollar a los ciudadanos sus actividades diarias sin necesidad de que un agente político o asimilado se haga cargo de ellas mediante su administración financiera y organizativa.