Cuando comenzaron a conocerse los primeros documentos sobre la reforma de la administración señalé en estas páginas el contenido legalista que subyacía. Puede discutirse si algunas de las medidas son más positivas o regresivas, pero lo que está claro es el diseño general, dibujado por los servicios jurídicos y la Abogacía del Estado, en detrimento de los auténticos gestores. Este principio no es el de coordinación de programas entre diferentes administraciones, sino el de atribución, lo cual puede dar lugar, no me gustaría acertar, a un maremágnum de interpretaciones que acabarán resolviéndose en los tribunales.
El Gobierno ha intentado atribuir cada competencia no a la Administración que puede gestionarla con mayor eficacia, sino a aquella que piensa que puede suprimir servicios y gastar menos. Así, en la Europa en la que los servicios sociales son una seña de identidad de los ayuntamientos, en España van a gestionarlos las comunidades autónomas, que solamente pueden ser útiles para suprimir programas y puestos de trabajo, porque no hay ningún ejemplo de competencia que hayan pasado a administrar, proveniente del Estado o de las Corporaciones Locales, con ahorro de costes.
Pero la reforma organiza en diferentes procesos legales todo el andamiaje administrativo sin caer en la cuenta de que hay competencias a las que nadie va a renunciar y que lo razonable, antes que decir que corresponden a una u otra Administración, es compenetrar los diferentes servicios para que colaboren y eliminen duplicidades. ¿Alguien va a presentarse a las elecciones sin explicar sus programas de formación y creación de empleo? ¿Alguien va a dejar de atender el mantenimiento de vías públicas y carreteras? ¿No sería más provechoso crear estructuras estables de coordinación, para que en un mismo territorio todas las Administraciones actúen de acuerdo?
Pero somos el país de los atajos, y como suele suceder con éstos, muchos nos devuelven al punto de salida, y otros provocan viajes hacia ninguna parte. Y en medio de esta curiosa obsesión competencia, jubilamos médicos, suprimimos programas de investigación o de servicios sociales y no contratamos profesores, pero eso sí, los departamentos puramente burocráticos siguen ignorando la revolución tecnológica, que disminuye la carga de trabajo pero que no aligera el peso de los servicios administrativos.
Como la producción de bienes colectivos gratuitos no se mide en el coeficiente de Gini, ni por lo general en las estadísticas que hablan de la distribución de la renta o de la desigualdad social, o se refleja de forma parcial e inconexa al cabo de muchos años, la disminución del gasto público desdeña su carácter productivo o improductivo. Nuestro sentido del ahorro es ineficaz. Enviamos al desempleo a sanitarios y docentes, a jóvenes becarios o interinos con una formación universitaria excepcional, con amplios conocimientos informáticos o que hablan inglés u otras lenguas, que además cobran retribuciones miserables, mientras mantenemos personal sin cualificación que aceptaría mejor reducciones de jornada o prejubilaciones que nuevos aprendizajes. Y si se despide a algún trabajador veterano, no tengan duda, es alguien competente.
La fusión de departamentos públicos que se contiene en la reforma es, con algunas excepciones, puramente simbólica en la Administración del Estado (fundaciones, escuelas, servicios que emplean como dirección un número de personas que se cuentan con los dedos de una mano) a la vez que se intenta imponer a las comunidades autónomas medidas más rigurosas. La supresión de las Cámaras de Cuentas, por ejemplo, es el reconocimiento de un enorme fracaso, porque buena parte de los casos de corrupción que tanto nos alarman, y nos cuestan, no hubieran existido si los mismos hubieran funcionado. ¿No podemos encontrar una coordinación funcional -lamento la reiteración- entre la Intervención, como órgano de control interno, y los TdeC como control externo? ¿Estamos condenados a que ambos se concentren más en la forma que en los contenidos?
No obstante, no todas las medidas son irrelevantes, e incluso muchas necesitarán un tiempo para ser evaluadas. Es muy positiva la fusión de la Tesorería General, el Instituto Nacional de la Seguridad Social y la parte de Seguridad Social del Instituto Social de la Marina (ISM), que ya se contemplaba en la Ley 27/2011, y que la actual Ministra, un dechado de perspicacia, dijo que no le gustaba. Si se aprovecha para dejar en el Imserso las prestaciones para familias y personas con discapacidades, los antiguos Lismi, FAS y programas de atención a la colza, las prestaciones familiares, y a cambio las pensiones no contributivas se integran orgánicamente en Seguridad Social, la fusión ganará en claridad y vinculación entre las diferentes administraciones. Y por cierto, el ISM puede no ser necesario como entidad gestora de la Seguridad Social, pero pescadores y marinos agradecerían que se unificaran todos los programas de los Ministerios de Empleo, Agricultura y Fomento que se dirigen a ellos en un Instituto que cuente con su participación.
Octavio Granado, Secretario de Estado de la Seguridad Social (2004-2011).