Firmas

Otra reforma incompleta y huera

Tiene razón la presidenta de Castilla-La Mancha y secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, cuando afirma que la reforma de las Administraciones Públicas -antes Administración Pública, porque se entendía que el nombre incluía todas las estructuras administrativas y organismos públicos- es importante y urgente, pese a lo cual se lleva hablando de la misma más de treinta años, es decir, es asunto pendiente de nuestra transformación democrática, y ningún Gobierno se ha atrevido con ella. Por cierto, tampoco el actual, que ha emprendido la reforma impelido por la exigencia de la troika para lograr ayudas concretas a pymes y empleo juvenil, y que lo hace de forma timorata y plegándose a los intereses de los dirigentes locales o regionales.

No es que en todo ese tiempo no se haya removido la estructura de la Administración Pública, que sí se ha cambiado, pero no en la dirección oportuna y eficiente que se esperaba de una transformación democrática de la misma. Al contrario, las capacidades y ámbitos de intromisión y usurpación de los poderes públicos sobre las decisiones, vidas y haciendas de los ciudadanos ha aumentado, y mucho, haciéndose más sutil y próxima, pues los dirigentes autonómicos y locales nos conocen y tienen más a mano.

Múltiples son los casos en que los administrados nos sentimos -y estamos- indefensos o con asimetría de trato legislativo respecto del administrador, sea cual sea éste, y los ejemplos van desde Hacienda o las respectivas Agencias Tributarias, pasando por los impagos de facturas o retrasos de abono de deudas, hasta los bandos sobre basuras e identificación ciudadana de algunos ayuntamientos. En un estado de derecho tales cosas debieran haber cambiado hace tiempo. En todo caso, cuando en la transición se aspiraba a la descentralización de la Administración Pública, se pretendía la aproximación de ésta y sus servicios a los ciudadanos y no la usurpación y abusos que llevamos contemplados, por cierto la más de las veces con total impunidad, por parte del poder y los gobernantes y, para colmo, con la multiplicación de los mismos como consecuencia de la estructura administrativa y la perversión del uso del poder resultantes.

El juego político, con intercambios y regateos de competencias o dineros cuando se precisaban mayorías parlamentarias -resultado de una mala ley electoral cuya revisión o reforma debiera ir pareja a la de la Administración Pública-, ha conducido a un traspaso de funciones para las autonomías que nunca debieron estructurarse como se ha hecho, especialmente en materia de educación y sanidad. Ahora, también se pretenden, de forma subrepticia, los ámbitos de la caja de la Seguridad Social. Y en definitiva, por acción u omisión, el Estado se ha desestructurado produciendo no sólo duplicidades que ahora, por razones de economía, se intentan paliar a medias; sino que se ha roto la unidad de mercado, así como de marcos normativos para asuntos tan elementales pero relevantes como instalar un negocio o una empresa. Hemos creado, pues, diversas estructuras de Estado (algunos dicen que 17) para asuntos o temas que no lo precisan, como embajadas, agencias, consejos, tribunales u órganos (por no hablar de empresas públicas, organismos y entes), y hemos multiplicado otros innecesaria y abultadamente, como el número de parlamentarios o municipios (¿realmente precisamos de los 8.117 municipios existentes en España y no podríamos administrarnos con 2.500 concejos o mancomunidades?).

La presentación por parte del presidente de Gobierno del plan de reforma de la Administración, consistente en un amplio informe con 217 recomendaciones elaborado durante más de seis meses, ponía de manifiesto, una vez más, la falta de control y nula capacidad -o escasa disposición si es que mantiene alguna facultad que no tumbe el Constitucional- por parte del gobierno central a poder poner orden, control y eficacia, en beneficio de los ciudadanos y contribuyentes, en una administración que depende de la voluntad o disposición política de los dirigentes autonómicos y locales, tal como se da a entender en aquellas medidas que atañen a los poderes autonómicos a los que apenas se logra "recomendar" o "aconsejar".

Rajoy se ha comprometido a poner en funcionamiento las medidas que atañen a la Administración General del Estado, pero resulta patético que no pueda hacer lo mismo con las autonomías en una serie de medidas que, como la gravedad, caen por el propio peso de su lógica. A lo mejor, la solución para esta España de locos, en que nos cuesta establecer reglas de convivencia iguales para todos los ciudadanos, está en que todos pasemos a ser excepcionalidad y disfrutemos del mismo concierto económico que vascos y navarros.

Fernando Méndez Ibisate, profesor en la Universidad Complutense de Madrid.

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