
Hubo un tiempo en el que las regulaciones que provenían de Europa eran muy beneficiosas para España. Tras la dictadura de Franco, caracterizada por la introducción de numerosas regulaciones que restringían la libertad económica para beneficiar a determinados grupos de interés en perjuicio de la mayoría de los consumidores, la entrada en la Unión Europea en 1985 permitió acelerar el proceso de reformas que intentaba, con dificultad, reducir esas negativas regulaciones.
Europa se convirtió en la excusa que utilizaban los políticos españoles para introducir medidas desreguladoras que, sin el paraguas de su obligatoriedad por los acuerdos internacionales con Europa, no se habrían podido implantar ante la férrea resistencia de los grupos particulares de interés beneficiados por esas regulaciones. Medidas como la reducción de aranceles o el permiso para que empresas y profesionales extranjeros operen en España, se pudieron imponer gracias a la presión de la Unión Europea.
Pero últimamente, algunas regulaciones que vienen de Europa no van en esa línea, sino en la opuesta, la defensa de privilegios a determinados grupos de interés. Un ejemplo es la pretensión, afortunadamente parece que desmantelada, de prohibir que los restaurantes utilicen aceiteras rellenables. Todas las regulaciones benefician a una parte a costa de perjudicar a otra, la cuestión está en tratar de que los beneficiados sean más que los perjudicados y de que la cuantía del beneficio sea mayor que la del perjuicio.
La prohibición de las aceiteras rellenables hubiera beneficiado claramente a dos grupos, los productores de aceite de oliva (algunos españoles) y los restaurantes de lujo (y sus clientes, entre los que seguramente están los políticos que pretendían aprobar esta norma). Los productores de aceite, al igual que cualquier grupo empresarial, son un grupo pequeño y cohesionado que, ante la posibilidad de obtener una renta mediante la regulación, tienen incentivos para presionar a los políticos encargados de aprobarla (sobornos, promesas de futuros trabajos en su sector). Pero los perjudicados, los restaurantes de nivel bajo y medio y sus clientes, serían mucho más numerosos, y el monto del perjuicio mucho mayor. En los menús de 8, 10 ó 12 euros suele haber aceiteras rellenables, y esta medida hubiera aumentado el precio de estos menús, no mucho, pero la cantidad global hubiera sido muy grande y mayor que el beneficio de las aceiteras. Tal como mostró Mancur Olson en su La lógica de la acción colectiva, la concentración del beneficio en los productores y su dispersión en los consumidores, hace que estas regulaciones, por absurdas que parezcan, tengan posibilidades de prosperar.
Esta regulación, además, podría provocar la desaparición de algunos restaurantes y de sus puestos de trabajo, sin contar con que es difícil y costosa de implantar (necesitaría inspectores para comprobar que no hay aceiteras rellenables en los restaurantes). Pero la implicación más preocupante es que empiecen a llegar de Europa este tipo de regulaciones. Es cierto que Europa sigue presionando en el buen sentido, por ejemplo, cuando intenta que el Gobierno español reforme nuestro caótico sistema energético o liberalice los servicios y las profesiones reguladas. Pero empieza a existir el peligro de que surjan regulaciones europeas que, para favorecer a pequeños grupos de interés, perjudiquen a unas clases medias ya bastante maltratadas por los impuestos. Así, cuando tenga usted que abonar 200 ó 300 euros para obtener el certificado de eficiencia energética de su edificio, piense que lo hará debido a una directiva de la Unión Europea.
Luis Pires, profesor de Economía de la Universidad Rey Juan Carlos.