
La última encuesta de Población Activa del INE arroja la astronómica cifra de 6.202.700 parados, el 27,16% de personas en edad de trabajar. Las causas de una situación tan dramática son múltiples y específicas de cada país, como lo son las consecuencias de la crisis económica. Pero la singularidad no debe impedir mirar de frente al origen común, esto es, al modelo económico y de desarrollo capitalista en su versión más reciente, el consumismo.
La expansión de la ética del trabajo y el rápido proceso de industrialización de muchos países occidentales implicó disciplinar a grandes masas de población en los nuevos esquemas de producción e inculcar sus principios. Películas como Tiempos modernos de Chaplin denunciaban y caricaturizaban el precio que hubo que pagar para ajustarnos a las nuevas formas de producción. No obstante, en una sociedad de productores, la fidelidad entre trabajador y empresa, la seguridad laboral y vital, la posesión de bienes o su perdurabilidad eran valores a los que se aspiraba y que el sistema debía, como moneda de cambio, garantizar.
En la reciente deriva capitalista, desde los años 50 y 60, el consumismo se ha configurado como la clave del modelo, con un principio incuestionable: el aumento de la producción a cualquier precio. El destino final de todos los productos en venta es ser consumidos por compradores. Estos productos, como bien explica Z. Bauman, se caracterizan porque prometen satisfacer todo tipo de deseos. Uno mismo debe pensarse como producto que será 'consumido' por otros en la medida que satisfaga sus necesidades, ya sea en la esfera laboral, en la amorosa o en la relacional. Así, en la sociedad consumista, la felicidad ya no está tanto en satisfacer los deseos como en el aumento permanente del volumen y de la intensidad de los deseos y el reemplazo inmediato de los objetos que pueden satisfacerlos.
La lógica capitalista en una sociedad globalizada ha revolucionado los procesos de producción y consumo; ha modificado los flujos económicos, las formas de trabajo, los estilos de vida y, en definitiva, el valor de las personas. Uno de sus resultados ha sido, como provocativamente sostiene Bauman, el número cada vez creciente no solo de parados, sino también de individuos sobrantes, no deseables, fallidos. Todos ellos configuran, desde la perspectiva del sistema, una infraclase que no puede incorporarse al consumismo y, por lo tanto, es un estorbo para el buen funcionamiento social. Nadie los quiere y no se sabe qué hacer con ellos. Son molestos para los estados y para las conciencias. En algunos casos, claramente se les expulsa, se les recluye o se les obliga a inmigrar. Podemos preguntarnos si este será el destino de los se van situando en los extremos de la pobreza.
Paralelamente, los que consiguen mantenerse en el sistema, como consumidores, aunque en las zonas no privilegiadas del sistema (la decreciente clase media), se ven sumidos en situaciones vitales de supertrabajo, de inseguridad y de estrés.
Para entender bien la realidad vital de las personas que están condenadas al supertrabajo, hay que recordar cómo progresivamente las mujeres se incorporaron al mundo del trabajo remunerado. Estas mujeres empezaron a sumar dobles jornadas laborales, las remuneradas y las no remuneradas, pues tenían que seguir ocupándose del trabajo doméstico, de la crianza de los hijos, del cuidado de enfermos y mayores, entre otras tareas de las que no siempre se ha hecho cargo el Estado de Bienestar, allí donde llegó a implantarse. Este pluriempleo acarreó serias consecuencias familiares, tanto para las que podían permitirse "subcontratar" el trabajo doméstico como para las que no.
Además, empezó a abolirse la situación feudal del hombre productor que aportaba los ingresos familiares mientras la mujer se quedaba en casa dedicada a "sus labores" y al cuidado de los niños. Adiós al hogar como refugio en un mundo despiadado. Muchos -en este caso la 'o' está expresamente marcada- echan de menos esta etapa, aunque no se atrevan a manifestarlo públicamente.
Desde los tiempos de la incorporación de la mujer al mundo del trabajo despiadado y las (justas) reivindicaciones feministas, la situación laboral de hombres y mujeres trabajadores sin recursos sobrantes para pagar el trabajo que implica la vida familiar, no ha hecho más que empeorar. Competencia, inseguridad, estrés, altos niveles de exigencia, reciclaje constante, formación a lo largo de la vida, altas expectativas familiares y personales que obligan a la excelencia, y todo ello acompañado por una clara reducción del poder adquisitivo (reducción de los salarios y aumento constante de los precios). ¡Un panorama nada alentador! Sin embargo, hemos de estar contentos y agradecidos; no podemos dudarlo porque, de momento, no hemos quedado fuera de la dinámica del consumo. Todavía no somos "sobrantes".
Francesc Núñez, director del programa de Humanidades e investigador de GRECS. Universitat Oberta de Catalunya.