La opinión en contra de las políticas de austeridad está ganando mucha fuerza, con la excusa de los errores encontrados en un artículo académico. En realidad, la política económica no se articula en función de un único estudio, ni de su crítica. Y es que el debate austeridad versus crecimiento es una simplificación que no profundiza en la realidad económica y por tanto es peligroso como orientación de política. Concretamente, mezcla dos cuestiones relacionadas, pero no equivalentes: la necesidad de reducir deuda y la de rebajar el déficit. En cuanto al endeudamiento, más allá de correlaciones y promedios pasados, hay tres hechos obvios.
En primer lugar, en presencia de deuda, parte de los recursos generados por el crecimiento deben ir destinados a pagarla, junto con sus intereses. Por tanto, es una renta no disponible para los deudores. Al fin y al cabo, endeudarse es traerse dinero del futuro, por lo que, cuando el mismo llega, habrá menos fondos disponible. Lo contrario es el ahorro: enviar dinero a periodos venideros. Este último es más eficiente que el endeudamiento en términos de certidumbre en la elección intertemporal; es decir, a día de hoy sé con certeza cuánto puedo ahorrar, mientras que desconozco cuánto necesitaré en el futuro.
En segundo lugar, el exceso de deuda pública restringe la financiación privada, como podemos observar hoy mismo en España. Es el efecto expulsión, con el agravante de que las inversiones públicas financiadas con esa deuda son menos eficientes que las privadas. Además, en la actualidad se financia gasto corriente, lo que en ningún caso mejora la productividad de la economía. Y en tercer lugar, a mayor deuda, mayor riesgo de impago. De hecho, la ratio clave para valorar la solvencia es la deuda sobre ingresos si es un particular o sobre PIB si es un gobierno. La razón es evidente: es necesario generar más recursos para pagar el principal y sus intereses. Este riesgo es especialmente importante en aquellos países que no disponen de su política monetaria, pues se traslada a mayor coste de financiación. En ese entorno, además, la autoridad económica pierde aún más autonomía, puesto que sus acciones estarán determinadas por lo que los inversores en bonos estén dispuestos a aceptar. De ese modo, estos últimos tienen la capacidad de presionar para proteger sus rentas lo que en ocasiones puede perjudicar a otros sectores de la sociedad más vulnerables.
Al menos por estas tres razones, es necesario estabilizar la deuda. Ello depende de que la rentabilidad que se obtenga con su uso sea superior a su coste financiero. Traducido al sector público, eso implica lograr un superávit primario, lo que proporciona la respuesta a la segunda cuestión: es necesario eliminar el déficit, puesto que este último se traduce directamente en un aumento de la necesidad de financiación en cada periodo que se acumula en el tiempo. El proceso exige reducir el gasto y/o aumentar el ingreso. Hasta ahora, el incremento de la recaudación ha sido la herramienta principal, pero también la causa de su fracaso. El efecto negativo de los impuestos sobre la actividad registra un consenso total, académico y práctico. La subida de impuestos detrae recursos de un sector privado ya muy castigado y en medio de una corrección de balances. Eso, paradójicamente, hace a la deuda menos sostenible, porque esa actividad que se destruye es precisamente la que en el futuro tendrá que pagarla vía ingresos fiscales. Y ello además del efecto desincentivo por vías indirectas.
Esta es la razón por la que la experiencia de la austeridad en Europa ha sido tan negativa. Pero es posible combinar austeridad y crecimiento. Si se ataca la vía del gasto en detrimento de la de ingreso y, al mismo tiempo, se combina con políticas de oferta, el impacto negativo sobre la actividad privada se reduce. No en vano los planes de ajuste de los países periféricos incluyen ese tipo de reformas, pero las mismas requieren mucho tiempo y sufren un fuerte coste político. Por eso, la experiencia reciente sólo recoge el efecto negativo de corto plazo, el cual, además, se ve reforzado por el impacto de la recesión de balances, por lo que puede estar sobreestimado. Así, las reformas de competitividad actuales requieren más tiempo para tomar efecto y mayor disponibilidad política para reforzarlas. Pero, aun capcioso, el debate actual es necesario y positivo: si evitamos la opción populista, permitirá convertir las políticas de control de déficit mal ejecutadas en otras más adecuadas.
Alberto Matellán, director de Estrategia y Análisis de Inverseguros, Profesor de análisis financiero de CUNEF.