
Al recordar las consideraciones que expuse cuando acababa de estallar la crisis de Lehman y otras comenzaban a perfilarse; cuando, sobre todo, todavía confiábamos en la dureza de las lecciones para configurar unas finanzas enmendadas del vicio de una especulación desmedida, se han despertado en mí pensamientos amargos. ¿Y cómo no iba a ser así, si se piensa en el caso de JP Morgan y su agujero de 2.000 millones de dólares? Es como si alguien nos hubiese llevado atrás en el tiempo y después nos condenara a un déjà vu de pesadilla. Y en el epicentro, como siempre, los derivados.
Los derivados, casi como ha sucedido y sucede con todas las conquistas de la ciencia, pueden jugar papeles diversos dependiendo del uso que decidan darles los humanos -subrayo los humanos-.
Yo fui gobernador del Banco de Italia y puedo afirmar que hasta finales de los años ochenta, los llamados derivados no representaban ningún problema para el sistema bancario y financiero internacionales. Economistas y expertos en finanzas, aparte de los ejecutivos del sector, subrayaban su contribución al aumento del nivel de eficiencia de los mercados, que adquirieron más velocidad y liquidez, sobre todo en cuanto a la diversificación de riesgos. En resumen, los derivados representaban un complemento de los mercados financieros.
A pesar de ello, considerando las dimensiones que el fenómeno fue adquiriendo y la rapidez de su expansión, ya en los años inmediatamente sucesivos se les puso bajo la observación de las autoridades de control. Al principio de los años noventa el Banco de Reglamentos Internacionales realizó un estudio sistemático para obtener información sobre las dinámicas de crecimiento de los instrumentos derivados y sobre sus modalidades de transacción. Acto seguido, el Comité de Basilea emitió unas directrices para la correcta gestión por los bancos de los riesgos relacionados con estos productos.
El crecimiento exponencial de los derivados, cuyo valor global multiplicaba ya el PIB mundial, despertó preocupaciones en los bancos centrales y en las autoridades de supervisión de algunos países. En 1996, el Banco de Italia hizo llegar al Comité Interministerial para el Crédito y el Ahorro -que yo mismo presidía en calidad de ministro del Tesoro- algunas propuestas de intervención en el sector de las nuevas finanzas.
El Comité aprobó una resolución que establecía, entre otras cosas, la necesidad de fijar "los requisitos organizativos mínimos" para "la operatividad de instrumentos derivados por parte de los bancos"; éstos, para operar en el sector, debían dotarse de "estructuras organizativas para medir, controlar y gestionar los riesgos del mercado y, en términos más generales, los riesgos relacionados con las operaciones con instrumentos derivados".
He querido dar este salto al pasado para evitar simplificaciones y generalizaciones confusas y para reclamar el papel que deben desempeñar las autoridades del sector en las instituciones internacionales competentes.
Tras la crisis financiera desencadenada por los créditos subprime y los escándalos relativos a operaciones fraudulentas efectuadas en relación con derivados por parte de personas individuales o de bancos, no ha tenido éxito la solicitud de adoptar medidas de tipo normativo y operativo, llamadas a reducir de manera drástica estas actividades y hacer que sean más transparentes, tal y como han recordado recientemente renombrados expertos. La preponderancia de intereses de signo opuesto ha hecho que fracase ese objetivo.
A pesar de todo, sin embargo, me gustaría seguir confiando, aparte de en la sabiduría y tenacidad de los legisladores y de los reguladores, en la deontología de los banqueros. Dichos banqueros saben perfectamente que en la competencia de los mercados los beneficios suelen corresponderse con riesgos elevados; saben perfectamente que en la administración, en la gestión de medios financieros, el primer deber es la tutela de los ahorros que se les han confiado; saben perfectamente que, a largo plazo, sólo una economía sana (a cuyo crecimiento los bancos deben contribuir en una medida sustancial) y no debilitada por crisis financieras y fluctuaciones repentinas de los valores, muebles e inmuebles, puede garantizar el progreso y desarrollo tanto del sistema bancario como de las diferentes entidades.
A riesgo de repetirme -lo he recordado por última vez en mi libro dedicado a los jóvenes- es indispensable que los bancos, cuya razón de ser es proporcionar crédito, reconduzcan su actividad a su ámbito natural: financiar la economía. En cuanto a las finanzas, sobre todo las más innovadoras y sofisticadas, necesitan regularse para no poner en peligro la estabilidad del sistema bancario y financiero; una regulación que, tal y como han solicitado las personas más informadas y responsables, producirá efectos en las dimensiones y en las modalidades operativas del sector.
Tras un periodo, que por desgracia ha sido demasiado largo, de agitaciones dramáticas por los costes humanos y sociales que han tenido, es urgente que reencontremos algunas de las motivaciones que inspiraron las legislaciones bancarias de la primera mitad del siglo pasado y la actitud cooperativa que, a fin de cuentas, prevaleció entre los participantes en las negociaciones de Bretton Woods.
Carlo Azeglio Ciampi, exgobernador del Banco de Italia.