Me asombra que muchos recurran todavía al tropo de la Europa a dos velocidades para explicar lo que puede estar a punto de ocurrir. La Europa a dos velocidades hace tiempo que existe, exactamente cumplirá 20 años el próximo 7 de febrero y está perfectamente plasmada, instituida y argumentada en el Tratado de Mastrique, grafía castellana de la ciudad holandesa que, entre otros escritores del Siglo de Oro, utilizó Lope de Vega para referirse a Maastricht.
En dicho tratado fundacional de la Unión Monetaria, se consagra sin dudas ni vacilaciones la doble velocidad de la Unión Europea que supuso la decisión de pertenecer o no a la moneda única, devenida en euro.
Así que, a lo que vamos, no es a la Europa a dos velocidades, sino, como mínimo, a la de tres velocidades, lo cual no es ni mejor ni peor en sí mismo, sino en la manera en la que se materialice. Hay que partir del aserto y la defensa numantina de que, en la Unión Europea, en materia de derechos no hay categorías. ¡Estaría bueno!
De lo que hablamos es, por tanto, de otra cosa. Fundamentalmente de las distintas disponibilidades de los países europeos a ceder cuotas de soberanía nacional. Esto sí admite grados. En los últimos 20 años de las dos velocidades, la Unión Europea se ha ampliado, y entre los nuevos socios algunos quisieron seguir el partido desde la tribuna (ingresaron en el euro pagando el estipendio) y otros se han encontrado suficientemente confortables en la grada. Pero lo verdaderamente importante es que puedan gritar ¡gol! o ¡penalty! con la misma fuerza.
Europa se asemeja mucho al estadio atlético en el que los corredores de fondo se disputan la cuerda de la elipse para ahorrarse unos metros. En estas carreras, no hay salidas compensadas; todos parten de una misma línea. Y todos pueden escoger la calle por la que correr. O llegar andando. Los grandes camiones, me dicen, pueden tener hasta 16 velocidades. Pero todos llegan.
Hernando F. Calleja. Periodista de elEconomista.