El mercado somos todos y no es de nadie. Surgió de forma espontánea, se amplió, se consolidó y sigue cambiando. Pone en contacto a compradores y vendedores, amplía los conocimientos y, a través de los precios, informa de los excesos y carencias orientando a los recursos disponibles hacia donde son más valorados. Esas posibilidades se optimizan cuando hay libertad y competencia, que obliga a cada uno a dar lo mejor de sí mismo en beneficio propio y de los demás. Así, concentra el talento de todos, los deseos y posibilidades del conjunto de la sociedad, favorece la división del trabajo, orienta la innovación e impulsa la eficiencia por lo que bien puede decirse que es el bien común.
El mercado es imposible en el estado de naturaleza. Sólo se mantiene en el estado de derecho que respeta la propiedad, obliga a cumplir normas y contratos, defiende la competencia y persigue los acuerdos y prácticas que la socavan. Se llegan a crear organismos especializados en detectar acuerdos sobre precios, cantidades y calidades, barreras de entrada, tipos de contratos o garantías... o cualquier abuso de posición dominante. Las agencias o tribunales de defensa de la competencia hacen una función que ayuda al bienestar, la eficiencia y el crecimiento.
La tarea de perseguir la transgresión de normas es complicada porque quienes la hacen ocultan sus acuerdos y procuran que sus resultados parezcan casuales de modo que, si no median denuncias de los afectados o se recaba información por otras vías, no se puede probar ni penalizar la conducta transgresora. Esa dificultad lleva a ofrecer estímulos a la delación, tales como que se conceda al denunciante la impunidad, lo que lleva a situaciones complejas que pueden ilustrarse con un ejemplo real de la UE.
Varias empresas industriales acuerdan fijar y mantener el precio de un producto en un nivel alto que aporta importantes beneficios. Un directivo de la empresa impulsora del acuerdo discrepa de la compensación por retiro que le ofrecen y, en la negociación con sus jefes, sugiere que podría denunciarla ante la autoridad de la competencia. Los otros negociadores le dan largas y le emplazan para otro día. Aprovechan el tiempo para autodenunciarse, con lo que ganan dos cosas: eliminan la presión del colega y consiguen una multa cuantiosa que debilita financieramente a sus competidores y destruye su reputación. En la denuncia, preparada apresuradamente, se menciona a otras empresas que podrían -o no- haber participado en el acuerdo y que deben dedicar tiempo y recursos a defenderse, lo que consiguen de forma desigual. Las pruebas obtenidas son consistentes en algunos casos y tenues en otros, pero todos resultan sancionados, incluso -con menor intensidad- algunos que evidencian un comportamiento claramente competitivo, lo que indica que se da más peso a la denuncia que al comportamiento evidenciado.
En su edición del 20 de febrero, The Economist se refiere a un procedimiento seguido por la UE contra la empresa Intel, a la que se multó con 1.500 millones de euros por abuso de su posición dominante. El artículo destacaba la ejecutoria de la UE en cuanto a la regulación emitida y la coherencia en su represión de infracciones, pero en este caso destaca tres aspectos críticos relevantes que llevaron a no tomar en consideración la evidencia aportada por un gran cliente y que podría suavizar la postura de Intel. Esas limitaciones derivan de que la Comisión actúa como investigador, fiscal, jurado y juez, con lo que el acusado no tiene un tribunal imparcial. Los puntos débiles están en que el grupo actuario se nombra para investigar una queja por un abuso de una empresa rival. El grupo de actuarios propone un veredicto y una penalización, lo que sesga la actuación hacia una vertiente acusatoria. Derivado de lo anterior, la empresa acusada sólo puede defenderse ante sus acusadores, no ante un juez neutral y, por último, la decisión final la tomaron 27 comisionados elegidos por razones políticas, de los que sólo uno estuvo presente ante las alegaciones del acusado.
La crítica es sólida y templada porque, en la realidad de los estados, los organismos implicados también tienen a su cargo la elaboración de las normativas pertinentes. En democracia, la división de poderes es garante de que las Administraciones Públicas no se excedan en sus atribuciones. Pero suele ocurrir, como en España, que el desacuerdo con alguna resolución se lleva a los tribunales ordinarios, que cuestionan la resolución previa, con el consiguiente descrédito del primer organismo y su función así como del deterioro de la confianza en las instituciones, que sólo deben actuar en ordenanza (por ejemplo, evitando presentarse a un registro con las cámaras de la televisión) y ésta debe respetar la división de funciones -regular, ejecutar y juzgar- para que cada una mantenga íntegra su reputación y para que los dictámenes de la justicia se mantengan en sus límites.
Joaquín Trigo Portela, director ejecutivo Fomento del Trabajo Nacional.