
Está edición del Festival de Venecia quedará marcada por la irrupción de La voz de Hind, un filme que convierte el dolor en memoria y la memoria en exigencia ética. La obra de Kaouther Ben Hania ha recordado que el cine puede ser un territorio de resistencia.
¿Cómo narrar lo atroz sin que se transforme en espectáculo? ¿Cómo representar la barbarie sin reducirla a un ritual de consumo? Esa tensión late en La voz de Hind, de la cineasta tunecina Kaouther Ben Hania, que ha irrumpido en la Mostra como un aldabonazo moral. La película, entre cuyos productores ejecutivos están Brad Pitt, Alfonso Cuarón, Rooney Mara y Joaquin Phoenix, reconstruye, desde el interior de un centro de emergencias de la Media Luna Roja, el último testimonio de Hind Rajab, niña gazatí de seis años asesinada el 29 de enero de 2024 junto a varios familiares cuando el automóvil en el que viajaban fue acribillado por el ejército israelí en Tel al-Hawa.
Lo que el filme ofrece no son imágenes del horror: no hay escombros, ni soldados, ni cadáveres. Lo que se escucha es la voz real de Hind, pidiendo auxilio a través de una llamada que nunca alcanzó a salvarla. Esa decisión narrativa convierte el relato en un dispositivo cinematográfico radical y devastador: el espectador se enfrenta al vacío, al silencio que se alarga, a la respiración entrecortada, a las preguntas sin respuesta. En lugar de mostrar la violencia, la hace resonar en la imaginación de quien mira.

El resultado ha sido un verdadero terremoto en la Mostra. Tras la proyección, la prensa internacional dedicó al filme una ovación de ¡¡20 minutos!!!
En la rueda de prensa posterior, la actriz Saja Kilani tomó la palabra con un alegato político que resumió el espíritu de la obra: "Basta de matanzas, hambruna, deshumanización, destrucción y ocupación". A su lado, Ben Hania subrayó que la película nació de la rabia y de la impotencia, pero también del apoyo incondicional de la familia Rajab y de los trabajadores de la Cruz Roja. "Ellos son los auténticos héroes de esta historia", insistió la directora.
Ben Hania, reconocida por títulos como El hombre que vendió su piel y Cuatro hijas, evita aquí cualquier tentación de subrayado melodramático. El suyo es un cine que trenza realidad y ficción con precisión quirúrgica, pero que en este caso se decanta por un minimalismo que roza lo brutal. Los actores, conscientes de su papel de mediadores, representan a los operadores de emergencias, aunque en varias escenas imágenes reales de los protagonistas se superponen a sus rostros en una especie de palimpsesto audiovisual. La transparencia es absoluta: no se trata de inventar, sino de conservar intacta una memoria que la vorágine informativa tiende a borrar.

Ese gesto tiene consecuencias éticas y estéticas. La voz de Hind convierte la pantalla en un espacio de duelo compartido, donde la ficción se pone al servicio de la verdad. Como señaló Kilani durante la presentación, «la verdadera pregunta es cómo hemos permitido que una niña suplique por su vida». La película devuelve cuerpo y nombre a lo que suele quedar reducido a una estadística, y plantea al público un dilema incómodo: el silencio frente al sufrimiento es complicidad.
El impacto de la cinta tunecina marca el tono de un festival que, en su recta final, se articula alrededor de cuatro nervios temáticos: el miedo nuclear, el poder y la propaganda, la inteligencia artificial y la precariedad laboral, y la herida social abierta por los conflictos contemporáneos. En ese mapa, la propuesta de Ben Hania se erige como brújula ética y como seria aspirante al León de Oro.