
La publicación del libro Consolidar la democracia: el gobierno de Calvo Sotelo 1981-1982, de los catedráticos de historia contemporánea José Vidal Pelaz López y Pablo Pérez López, aporta una nueva visión de esa etapa. Se trata de una obra muy documentada, basada en parte en fuentes inéditas. Creo que es un buen motivo para que los que colaboramos con aquel gobierno publiquemos también nuestra experiencia personal que, con un enfoque distinto, ayudará a conocer mejor esos años interesantes y difíciles.
El 11 de junio de 1977 se celebraron las primeras elecciones libres en España desde la Segunda República y tras la dictadura de Franco. El presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, designado por el Rey para sustituir a Arias Navarro, montó la coalición Unión de Centro Democrático, UCD, con la que obtuvo una mayoría simple de 165 diputados en la legislatura constituyente y pudo formar su segundo gobierno el 5 de julio. Al frente del Ministerio de Comercio y Turismo designó al jovencísimo —37 años— Juan Antonio García Díez. El diplomático Ignacio Aguirre Borrell se hizo cargo de la Secretaría de Estado de Turismo, recién creada.
Ese mismo día recibí en Estocolmo, donde estaba destinado como consejero de Información y Turismo en la embajada, una llamada suya pidiéndome que fuera a verle a Madrid, lo que hice. En la capital me ofreció ser su jefe de gabinete para ayudarle a montar la nueva Secretaría de Estado. Acepté el encargo, pero no el cargo por motivos económicos. Con el sueldo de Madrid no podía hacer frente a los pagos de la hipoteca recién comprometida. Aguirre aceptó mi propuesta de trabajar en Madrid martes, miércoles y jueves, y el resto en Estocolmo. Afortunadamente, tanto en la Oficina de Prensa en la embajada como en la de Turismo contaba con competentes colaboradores que las hacían funcionar durante mis ausencias.
La primera tarea era la búsqueda de una sede. Nos asignaron las antiguas oficinas de la Secretaría General del Movimiento en Alcalá 44, que fui a ocupar con un sentimiento de misión histórica. Nada más entrar por el magnífico jardín del lateral en la calle Marqués de Casa Riera, aparecía un gran retrato de José Antonio Primo de Rivera con uniforme de falangista y una inmensa bandera española. En el tercer piso me asomé al balcón en curva sobre la calle de Alcalá y me entraron ganas de gritar "¡Rusia es culpable!", como Serrano Suñer en junio del 41, desde ese mismo balcón, a los falangistas concentrados allí.
En 1978 regresé definitivamente a Madrid y me integré en la Secretaría de Estado, en la que ocupé distintos puestos. Allí me cogió el golpe de Estado, que escuché por la radio en directo en el despacho del director general de empresas turísticas. Cuando el secretario de la mesa llamó a votar, a las 6:23, al diputado del PSOE Manuel Núñez Encabo, compañero mío de la facultad de Derecho y buen amigo, pistola en ristre, con su conocido grito "¡Todos al suelo!" Tardamos algo en darnos cuenta de lo que estaba pasando. Ignacio Aguirre había ido al Congreso, por lo que quedó allí encerrado hasta la liberación de todos al día siguiente.
Ante el vacío de poder, el director general y yo decidimos que el personal se fuera a casa. Yo me encaminé hacia la Plaza de las Cortes junto con mi compañera Esperanza Aguirre, sobrina de Ignacio, pero ni logramos acercarnos ni obtener información, por lo que optamos por ir a nuestras respectivas casas. Fue una noche de tensión, al menos hasta el discurso del Rey a la una y cuarto de la noche. Nuestros vecinos y amigos Carlos Zayas, diputado y marido de Massiel, y Juan Antonio García Díez, vicepresidente segundo y ministro de Economía y Comercio, estaban entre los rehenes.
Cinco días después del golpe de Estado se formó el gobierno presidido por Leopoldo Calvo Sotelo. Ese mismo día, mientras me encontraba en el despacho de Aguirre, este recibió una llamada a través del gabinete telefónico. Instintivamente se puso en pie, descolgó el auricular y empezó a repetir: "Sí, presidente, sí, presidente". Al colgar me dijo: "Nos vamos a La Moncloa", como si nos hubieran nombrado a los dos secretarios de Estado para la Información y Portavoces del Gobierno. Me hice cargo del gabinete técnico.
Yo, que estaba tan feliz de haber escogido el lado turístico de mi carrera, tuve que regresar al área informativa y pasar el siguiente año y pico en una montaña rusa de movimiento perpetuo.
Lógicamente, la primera preocupación estaba relacionada con las consecuencias del golpe de Estado, especialmente si había más implicados que no habían aún sido detenidos. Las dudas se centraban en diversos miembros del CESID, Centro Superior de Información de la Defensa, especialmente en el comandante Cortina, que acudía a La Moncloa orgulloso de haber contribuido a parar el golpe. Un par de meses después fue detenido tras las acusaciones de Tejero. Fue juzgado y absuelto. En La Moncloa no estábamos seguros de quiénes eran los nuestros. La información que recibíamos era tan contradictoria que me sentía como Fabricio del Dongo, el protagonista de La cartuja de Parma, de Stendhal, que, al terminar la batalla de Waterloo, no sabía si había participado en ella o no. Lo expresó muy bien el golpista teniente coronel Tejero, que en juicio declaró: "Me gustaría que alguien me explicara qué pasó el 23 de febrero".
En mayo, el gobierno, con la aprobación del Rey, o incluso tras su sugerencia, nombró al teniente coronel Emilio Alonso Manglano director general del CESID para garantizar la lealtad del organismo y mejorar la información sobre el estado de ánimo del Ejército y su proceso de democratización, empezado por Alberto Oliart como ministro de Defensa.
No había un segundo libre ni para respirar, profu: ETA incrementaba su actividad a un ritmo de atentado diario y un muerto cada tres días, y no solo en el País Vasco, como se decía entonces, sino también en Madrid, obligando a todo el equipo próximo al presidente a tomar precauciones.
Crecen los problemas
La inflación, de más del 14 %, y el desempleo, por encima del 15 %, estaban en niveles desconocidos que provocaron un aumento de los tipos de interés y un endurecimiento de las condiciones de los créditos, lo que frenó la inversión y agravó el paro, en parte como consecuencia de la necesidad de adaptarse a las exigencias políticas y a las de una futura integración en la Unión Europea, un asunto que Calvo Sotelo conocía bien. Teníamos un fuerte déficit exterior y un déficit fiscal en crecimiento, por la necesidad de atender a mayores demandas sociales, mientras que la peseta estaba débil.
Calvo Sotelo ha sido el presidente del Gobierno más formado. Ingeniero de Caminos, leía correctamente inglés, francés y alemán, pero no hablaba ninguno de ellos con la soltura con la que tocaba el piano. Desde el primer momento reconoció que era un presidente de transición que no iba a presentarse a las siguientes elecciones, lo que le dejó las manos libres para tomar decisiones arriesgadas y valientes.
En la primavera saltaron las primeras señales de alarma del problema sanitario más importante que hemos vivido hasta la llegada del COVID: el llamado escándalo del aceite de colza o síndrome del aceite tóxico (SAT), que en los primeros meses mató a 350 personas. A la larga terminaría matando a cerca de 5.000 y afectando a unas 20.000, tras consumir aceite industrial que se vendía como apto para el consumo humano. Desde que se detectaron los primeros casos, el 7 de mayo, en Torrejón de Ardoz, de una extraña enfermedad, hasta que colapsaron los hospitales de la capital, pasaron apenas dos semanas.
Las autoridades sanitarias tardaron en identificar al causante de la enfermedad pulmonar. A mediados de mayo, el ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social, Sancho Rof, soltó la frase que ha pasado a la historia: "El mal lo causa un bichito. Es tan pequeño que si se cae de la mesa se mata". El 9 de junio se envió a los medios una nota en la que se identificaban las verdaderas causas.
Los problemas sanitarios se trasladaron rápidamente a la política. Como señaló mi amigo, el periodista Pepe Oneto: "Si el gobierno no toma las riendas, el aceite de colza llegará a las puertas de La Moncloa". Y llegó. En julio, el gobierno propuso una serie de medidas para paliar los efectos del envenenamiento y un conjunto de indemnizaciones que no satisfizo a los familiares de los afectados. En septiembre empezaron las detenciones de los culpables de la adulteración. Las sentencias no se conocieron hasta el año 1989. La tensión sobre este asunto duró más que el gobierno de Calvo Sotelo.
Por si no bastara, días después de hacerse públicos los nombres de los primeros afectados por el síndrome tuvo lugar, el 23 de mayo, un hecho que sorprendió a la opinión pública y que exigió la intervención directa del presidente del Gobierno:Un grupo de asaltantes ocupó la sede del Banco Central en la Plaza de Cataluña en Barcelona exigiendo la liberación de Tejero y otros presos relacionados con el golpe de Estado, tomando a 300 rehenes. Tras 37 horas fueron liberados por la policía. La versión oficial es que los asaltantes eran atracadores comunes, pero hubo teorías que mantenían que buscaban una caja fuerte con los papeles del 23-F que habría sacado del Congreso el capitán Gil Sánchez Valiente, el hombre del maletín, que se fugó de España tras el golpe y tardó seis años en regresar para luego declarar que dichos papeles no existían.
Tras la dimisión de Adolfo Suárez, las diferentes facciones que habían formado UCD volvieron a jugar cada una a su bola. En el Congreso que celebraron en Palma de Mallorca del 6 al 8 de febrero buscaron el equilibrio eligiendo a Rodríguez Sahagún como presidente del Comité Ejecutivo y a Iñigo Cavero como secretario general. Leopoldo Calvo Sotelo no asumió el liderazgo y eso se notó siempre.
Calvo Sotelo intentó lograr el mismo equilibrio en el gobierno, que incluía a pesos pesados como Fernández Ordóñez, que se dio prisa en conseguir la aprobación de la ley del divorcio que ya traía cocinada, pero con la feroz oposición de la Iglesia y la derecha política, Martín Villa o Pío Cabanillas. Democristianos, falangistas y hasta socialdemócratas juntos, solo unidos por el poder. Pronto se empezó a notar que cada uno jugaba a su bola.
La mejor definición de ese partido se la oí, como no, a Pío Cabanillas. Llevamos solo un par de días en la Moncloa cuando sonó el teléfono de gabinete —el sonido es distinto— en el despacho contiguo al mío, que era el de Ignacio. Como seguía sonando entré y comprobé que no había nadie. Cogí el teléfono y el telefonista me pasó con el presidente, asumiendo que era Aguirre: "Ignacio", empezó. Tuve que interrumpirle diciendo que era el otro Ignacio. Me pidió que lo encontrara y que le llamara. No me costó mucho dar con él. Como era tarde, ya no quedaban funcionarios que controlaran el paso de cualquiera. Me fui al despacho de Pío Cabanillas, que era ministro de la Presidencia y, efectivamente, en la oscuridad del inmenso espacio, al fondo, iluminados solo por una lámpara de mesa, estaban Pío e Ignacio, la purita imagen de la intriga política a la que tan dado era Pío. Cuando le dije a Ignacio que le buscaba el presidente se levantó para ir al edificio de Presidencia. En una mesa, justo antes de la salida, quedaban folletos del Congreso de UCD que no habían sido retirados. Ignacio cogió un par de ellos y le preguntó a Pío si podía llevárselos. La respuesta: "Coge, coge… total son de tu partido".
El regreso de Guernica y la entrada en la OTAN
Calvo Sotelo se esforzó para avanzar en el proceso de democratización de las instituciones y de la sociedad. Necesitaba un éxito internacional y lo consiguió. El 10 de septiembre regresaba a España el Guernica con gran efecto propagandístico.
Por su experiencia como ministro encargado de las relaciones con la Unión Europea, sabía bien que aún necesitábamos avanzar mucho antes de poder entrar. Aseguraba, con acierto, que teníamos que sentarnos en todas las mesas que pudiéramos con los miembros de la misma. Por ese motivo, además de la necesidad de democratizar y modernizar el Ejército, era primordial entrar en la OTAN, donde nos recibirían encantados. En su discurso de investidura, el 18 de febrero, ya había anunciado que la entrada en la OTAN sería una de sus prioridades.
En el verano, Aguirre me dijo que se iba a crear un grupo de trabajo para informar permanentemente al presidente sobre la evolución de la opinión pública y la actuación de los partidos. Me pidió que yo fuera el secretario de ese grupo, lo que acepté encantado y agradecido por poder estar en el meollo del asunto más interesante en materia de política exterior.
Éramos muy conscientes de que la opinión pública era claramente contraria y así nos lo confirmaron las primeras encuestas realizadas por el Instituto de la Opinión Pública, que dirigía Díaz Nicolás.
El grupo de trabajo contaba con un pequeño equipo que trabajaba permanentemente en ese asunto, formado por varios diplomáticos expertos en la materia, como Eugenio Bregolat o Julio Albi, y otros que, tras trabajar con nosotros algún tiempo, regresaban a su destino. Nos instalamos en un piso franco en la Calle Serrano sin ninguna identificación. Cada semana, agentes del CESID pasaban con sus maquinitas para garantizar que nuestros teléfonos y despachos no tenían micrófonos ocultos. Pusieron a mi disposición un coche con conductor sin identificación. Periódicamente, algún automóvil del CESID pasaba tanto por la zona de la oficina como por la de mi casa, haciendo labores de contravigilancia.
Los diplomáticos nos proveían del material adecuado para pasar a periodistas y líderes de opinión, para sus intervenciones en prensa, radio y televisión, y directamente a organizaciones del mundo de la información, como la agencia EFE dirigida por Luis María Ansón, Televisión Española con Fernando Castedo al mando y Manuel Campo Vidal al frente de los informativos. Empezamos una campaña para intentar modificar la opinión pública. Alfonso Guerra también puso su granito de arena al afirmar en una entrevista que no sabía si yo era vasallo de la OTAN o vasallo de los Estados Unidos.
Periódicamente informábamos al comité creado al respecto y recibíamos instrucciones. En ese comité, presidido por el ministro de Defensa, estaban entre otros el jefe del CESID, el subsecretario del Interior, Ignacio Aguirre, el secretario general de la Presidencia, Luis Sánchez Merlo, y el almirante encargado de ese asunto en el Estado Mayor, Díaz Nicolás, y el director de la Oficina de Información Diplomática, Chencho Arias. Fue un cursillo acelerado y extraordinario sobre el verdadero funcionamiento del Estado. Yo informaba sobre las actuaciones que habíamos llevado a cabo, presentaba un resumen de prensa con los principales artículos que se habían publicado y los programas de radio y televisión emitidos desde la última reunión. Se intercambiaban informaciones y se nos señalaba al grupo de trabajo lo que teníamos que seguir haciendo.
La oposición del Partido Comunista era dura pero previsible, pero la del PSOE lo era todavía más, aunque se fue ablandando con el tiempo. Uno de los más duros críticos era Javier Solana, siempre brillante, que luego ocuparía eficazmente el puesto de secretario general de la organización.
Como es bien sabido, España entró en la OTAN el 30 de mayo de 1982, solo cinco meses antes de las elecciones generales que darían al PSOE una victoria histórica. Felipe González hizo campaña en contra con el eslogan "OTAN, de entrada no", pero nunca dijo que cuando llegara al poder retiraría a España de la Organización. Prometió, sin embargo, que se llevaría a cabo un referéndum sobre ese asunto, como así fue, tres años después, en el que comprometió su prestigio apoyando la permanencia y logrando una imprevista victoria.
Mi trabajo en el comité secreto me permitió conocer a gente interesante de lo que algunos llaman el Estado profundo. Los que más me sorprendieron fueron algunos militares, como el entonces coronel Juan Peñaranda, adscrito al CESID, que luego llegaría a teniente general, por su amplia cultura y su buen conocimiento de la política internacional. Con él se aprendían muchas cosas que, si las contaran otros, no les daríamos credibilidad. Por ejemplo, desde antes de la muerte de Franco, el CESID tenía totalmente controlado a Felipe González. Cuando le pregunté por qué nunca le detuvieron, me dijo que la policía lo había intentado varias veces, pero ellos lo habían impedido. Las órdenes eran claras: Isidoro, el alias de González, era intocable. Había que protegerle e impedir su detención. El congreso de Suresnes, en septiembre de 1974, ya había puesto de manifiesto quién era el nuevo secretario general del PSOE. Era necesario que pudiera operar en libertad, aunque el partido estuviera todavía prohibido.
Por mi labor en ese asunto, el ministro de Defensa, Alberto Oliart, me concedió la medalla al mérito naval de primera clase. La última actuación importante del gobierno de Calvo Sotelo fue la aprobación de la controvertida LOAPA, que reguló el Estado de las autonomías y que tantas dificultades tuvo para su aplicación.
Después de Calvo Sotelo
A partir de la entrada en la OTAN y con la seguridad de una victoria del PSOE en las siguientes elecciones, perdí el interés por el trabajo en el que ya no había emoción e intenté rehacer mis relaciones con el Partido Socialista. Fui elegido presidente de la recién creada Asociación Española de la Administración Pública, en la que se fueron integrando funcionarios de los cuerpos superiores de la administración. Nuestro objetivo era garantizar la neutralidad de la función pública con el gobierno que saliera elegido. La derecha divulgaba que el PSOE no podía gobernar por carecer de cuadros. En varios artículos en Cambio 16 y Diario 16, de cuyos consejos de administración formaba parte, señalé que ningún partido necesitaba cuadros sino políticos y que los miles de funcionarios de los cuerpos superiores garantizábamos el funcionamiento del sistema, a las órdenes del gobierno legítimo, como así fue.
Encontré un hueco en Turismo. El secretario de Estado me encargó que negociara con Walt Disney la construcción de un pabellón en Epcot, el gran proyecto de la compañía en Walt Disney World en Orlando. Me pareció una oferta interesante y con la suficiente emoción. Lo que empezó con un posible pabellón terminó tres años después con una oferta del gobierno español para la construcción en la costa de Tarragona del parque que la compañía quería construir en Europa. Desgraciadamente fue elegida París, pero Anheuser, propietaria de los parques Busch Gardens, me pidió la documentación que habíamos reunido en la oferta de Vila-seca-Salou para construir ellos uno de sus parques, que terminó convirtiéndose en Port Aventura, una historia de éxito.
Efectivamente, como estaba previsto, el PSOE ganó las elecciones el 28 de octubre, aunque de forma más contundente de lo previsto. Nada más formarse el gobierno recibí dos propuestas de alto nivel. Acepté entusiasmado la de Enrique Barón, ministro de Transportes, Turismo y Comunicaciones, para hacerme cargo de la Dirección General de Promoción del Turismo, desde la que pude seguir con las negociaciones con Disney y poner en marcha un proyecto innovador con la realización de planes de marketing, algo que ningún país había hecho, que incluía la creación de una identidad corporativa basada en el logotipo que Miró me había cedido para su uso por el Gobierno.
Con el regreso al área de Turismo cerré la etapa de información, apasionante, agotadora y poco agradecida.