
La película nos recuerda que a veces la verdadera locura no está en los diagnósticos psiquiátricos, sino en la normalidad feroz que nos envuelve y pone el dedo en la llaga con elegancia y sin sermones; hace un retrato de lo que ocurre cuando la locura está en el salón de casa.
Votemos, de Raúl Requejo, se atreve con uno de los temas más delicados —y urgentes— de nuestro tiempo: la salud mental. Pero lo hace sin aspavientos, sin discursos pedagógicos, sin sentimentalismos impostados. La propuesta parte de una premisa tan cotidiana como inquietante: una reunión de vecinos en la que se vota un asunto aparentemente trivial —el cambio del ascensor—, que deviene en un debate crudo, cargado de prejuicios y verdades incómodas, cuando se revela que uno de los futuros inquilinos del edificio tiene un trastorno mental diagnosticado.
Con un solo escenario —un salón de piso medio— y una unidad de tiempo casi teatral, la película recrea una de esas asambleas vecinales donde la tensión flota desde el principio, incluso antes de que se abra la boca. Requejo, que también firma el guion y es autor de la obra teatral original y del cortometraje Votamos en el que se basa la película, demuestra una habilidad notable para destilar el drama en la cotidianeidad. Lo que en manos de otro director podría haber sido un ejercicio de tesis o una caricatura social, aquí es una tragicomedia incómoda, creíble, sutilmente feroz.
La película transita con equilibrio entre la risa amarga y la incomodidad moral. En ese ascensor que todos discuten —el mismo que simboliza el ascenso o la caída social, la inclusión o la exclusión— se juega algo mucho más profundo que una derrama económica. Lo que se está votando es, en realidad, hasta qué punto estamos dispuestos a convivir con la diferencia, con lo imprevisible, con lo que no entendemos. Y sobre todo, quién tiene derecho a decidir sobre la vida del otro.
El reparto es uno de los puntos fuertes del filme. Clara Lago, Raúl Fernández de Pablo (La Unidad), Tito Valverde y Gonzalo de Castro construyen personajes sólidos, verosímiles, donde el matiz lo es todo: una mirada que juzga, una pausa que delata el miedo, una frase tibia que esconde una convicción brutal. Nadie es completamente bueno ni completamente malo. Todos son, al final, víctimas de su propio miedo, de su necesidad de control o de su aparente cordura.
La dirección de Requejo acierta al ceder el protagonismo al texto y al trabajo actoral. La puesta en escena es austera, contenida, y eso favorece que el foco esté siempre en la conversación —esa que incomoda porque todos nos hemos visto, en alguna forma, representados en ella—. El tempo narrativo, que corre casi en tiempo real, nos obliga a estar ahí, sentados con ellos, participando del dilema. Somos testigos, sí, pero también jueces. Y ese es uno de los grandes logros de la película: su capacidad para romper la cuarta pared sin artificio alguno.
Votemos no da respuestas, ni pretende redimir a nadie. Nos deja suspendidos en una pregunta incómoda: ¿qué harías tú? Su final, más abierto que cerrado, nos empuja a reflexionar en la butaca, o en el rellano del ascensor de nuestro propio edificio.
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