
El libro Los hombres de Putin, publicado originalmente en el año 2020, ha recuperado actualidad por dos motivos: la guerra en Ucrania y el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. El enfrentamiento en Ucrania que sigue enconado y las posiciones de Trump sobre la OTAN y Putin generan inquietud en Europa. En este contexto, la obra de Catherine Belton, resulta esencial para entender el sistema de poder que gobierna Rusia.
Belton, que fue corresponsal del Financial Times en Moscú durante diez años reconstruye las actuaciones de los antiguos agentes del KGB tras la caída de la Unión Soviética. Se reorganizaron, mantuvieron redes clandestinas y, con el paso del tiempo, tomaron el control del Estado ruso. La investigación se basa en archivos, documentos y entrevistas a decenas de exagentes, empresarios, diplomáticos y exiliados. Detrás del libro hay un trabajo riguroso y detallado.

El ascenso de Vladímir Putin es uno de los hilos principales. Tras haber estado destinado en Dresde como oficial del KGB hasta la caída del muro, Putin trabajó en los años noventa en la alcaldía de San Petersburgo con Anatoli Sobchak, político reformista. Luego fue llamado a Moscú y entró en el equipo de Boris Yeltsin. En 1999, Yeltsin lo nombra sucesor. En solo tres meses, un hombre casi desconocido se convierte en presidente. Hasta su llegada al poder se presentaba como liberal. Pero enseguida se quita la máscara. Desmantela los espacios de libertad, concentra el poder, refuerza el control sobre los medios y hace del FSB —el sucesor del KGB— su principal herramienta.
Uno de los elementos clave del libro es la conexión entre el poder político y el dinero. Según Belton, los aliados de Putin construyeron una red financiera internacional que movió miles de millones de dólares. Parte de ese dinero terminó en propiedades, bancos y empresas en Occidente. No buscaban solo un refugio. También era una forma de influir. Las operaciones financieras rusas se extendieron por Londres, Chipre, Alemania y otros países. Reino Unido se convirtió en un centro clave y su capital en Londongrado, por la concentración de oligarcas y fondos rusos que operaban allí no siempre con discreción.
Muchos de estos oligarcas fueron tolerados solo mientras colaboraban con el Kremlin. Quienes se negaron, fueron perseguidos. El caso más claro es el de Mijaíl Jodorkovski, antiguo dueño de la petrolera Yukos. A comienzos de los 2000, Jodorkovski era el hombre más rico de Rusia. Pero también apoyaba a partidos liberales y hablaba abiertamente contra la corrupción. En 2003 fue detenido. Pasó diez años en prisión tras un juicio considerado manipulado. Yukos fue desmantelada y sus activos repartidos entre empresas controladas por el Estado.
Otro caso es el de Boris Berezovski, uno de los primeros oligarcas que ayudó a Putin a llegar al poder. Cuando se distanció de él, se exilió en el Reino Unido. Desde allí criticó abiertamente al presidente ruso. En 2013, apareció ahorcado en su casa de Berkshire. Las autoridades británicas no encontraron pruebas concluyentes de homicidio, pero las dudas persisten.
También se exiliaron otros opositores y antiguos miembros del sistema que rompieron con el régimen. Aleksandr Litvinenko, exagente del FSB, denunció crímenes cometidos por sus antiguos colegas. En 2006 fue envenenado en Londres con polonio-210, una sustancia radiactiva. Una investigación oficial británica concluyó que la operación fue aprobada probablemente por Putin.
Alexéi Navalni, el más conocido de los opositores recientes, fue víctima de un envenenamiento en 2020. Tras recuperarse en Alemania, regresó a Rusia, donde fue detenido. Pasó sus últimos años en condiciones extremas en prisión hasta su muerte en febrero de 2024, oficialmente por causas naturales, aunque sus allegados acusan directamente al Kremlin.
Estos crímenes y otros que también incluye en la narrativa , no son hechos aislados. Forman parte de una estrategia: eliminar amenazas y enviar mensajes disuasorios. El control no se limita al interior de Rusia. El Kremlin proyecta su poder hacia fuera mediante ciberataques, campañas de desinformación y financiación de movimientos políticos en Europa y Estados Unidos.
Belton documenta cómo figuras del entorno de Putin mantuvieron relaciones con Donald Trump antes y durante su primera campaña presidencial. En momentos difíciles para el neoyorquino, empresarios rusos le compraron propiedades . Más adelante, hackers vinculados al Kremlin atacaron los servidores del Partido Demócrata y difundieron los correos de Hillary Clinton. Estas operaciones buscaban desestabilizar el proceso electoral y favorecer al candidato que se mostraba más afín a los intereses rusos.
La anexión de Crimea en 2014 y la invasión del Donbás fueron precedidas por campañas de manipulación informativa. Putin negó la presencia de tropas rusas, pese a las pruebas. Estas acciones, según Belton, respondían a una lógica imperial: recuperar la influencia perdida tras el colapso soviético.
Europa aparece en el libro como un actor débil. Durante años, toleró acríticamente la entrada de capitales rusos. Bancos, bufetes, clubes deportivos y empresas aceptaron inversiones sin hacer preguntas. Solo tras la invasión de Ucrania en 2022 comenzaron sanciones reales. Pero para entonces, la red de influencia ya estaba consolidada.
Los hombres de Putin no se basan en teorías conspirativas. Muestra con datos cómo el poder en Rusia es una prolongación del KGB, adaptado al capitalismo global. Expone un sistema basado en el miedo, el dinero y el control. La guerra de Ucrania no es una anomalía. Es la expresión violenta de un proyecto que lleva más de veinte años en marcha.
El libro es imprescindible para entender cómo funciona el poder ruso y cómo ha penetrado en Occidente. Hoy, con regiones de Ucrania ocupadas, con líderes europeos divididos y Trump al frente de los Estados Unidos, la advertencia de Belton es más relevante que nunca. Europa ya no puede seguir actuando como si este fuera un conflicto lejano. Es su seguridad, su política y su soberanía lo que está en juego.