Evasión

El Quijote que cruzó el Rubicón: un libro para repasar el viaje de Julio Iglesias (y la historia de España)

Julio Iglesias, en una imagen de archivo. Foto: Europa Press.

La imagen comenzó a circular hace años por redes sociales y terminó por convertirse en icónica: Julio Iglesias dando cuenta de una copa de vino tinto -seguramente, un Burdeos-, preparado para degustar un cubo de pollo frito de una conocidísima cadena de comida rápida y algo tan español como una tortilla de patatas. El cantante luce unas gafas de sol de cristales tintados bajo el techo de su jet privado y viste una camiseta de tirantes azul con poca tela y mucho espacio para mostrar un bronceado tropical. Una estampa que pide a gritos apartar la mirada, sí... pero de la que no se puede apartar los ojos. Que es un poco lo que nos pasa, décadas después, con su música: renegamos de lo que parece un vestigio rijoso y antediluviano, pero siempre aparece en los momentos de algidez etílica, los que más y mejor hablan de nosotros.

La instantánea, que Maluma imitó décadas después sin tanta grandeza, puso el broche definitivo a lo que ya era una tendencia observada tiempo atrás: la conversión en meme de uno de los artistas más universales de la historia de la música latina y mundial. Una transformación de leyenda a reliquia mirada con condescendencia que, entre otras muchas cosas -¿acaso hacen falta excusas cuando se trata de Julio Iglesias?-, motivó a Ignacio Peyró a escribir 'El español que enamoró al mundo' (Libros del Asteroide, 2025), un libro a medio camino entre la biografía y el anecdotario que sumerge al lector en un viaje a bordo de una nave forrada de sky con luces de neón.

Nadie mejor que Peyró -ahora director del Instituto Cervantes en una de las mecas de la gastronomía mundial como es Roma-, que ha dedicado muchas horas a plasmar por escrito los placeres de la comida y la bebida, para empatizar y saber leer la figura de uno de los mayores exponentes de lo que es un 'bon vivant'. Julio, que se hacía mandar el marisco en el puente aéreo Madrid-Miami de Iberia. Julio, cuya bodega estaba siempre repleta de los mejores tintos. Julio, en fin, ferviente creyente y metódico practicante del hedonismo.

Ignacio Peyró, autor de 'El español que enamoró al mundo'. Foto de Daniel Ibáñez cedida por Libros del Asteroide.

Una vida como la de Iglesias no escasea en aventuras y Peyró recoge el guante aportando todo tipo de detalles que, lejos de anestesiar, enganchan y ayudan a entender la entidad del personaje. Haciendo gala de una ironía deliciosa, el escritor y columnista lleva al lector por todas las vicisitudes, luchas, éxitos y tropelías -estas últimas, casi siempre amorosas- de Iglesias a un ritmo parecido al de su música, con ligereza, casi con ingravidez, en un viaje que no es solo el del artista porque es también una expedición por varias décadas de la historia de España.

Hijo de un reconocido falangista, producto del tardofranquismo a punto de ser víctima de la censura del régimen -que casi le priva de participar en el Festival de Benidorm de 1968 por la letra de 'La vida sigue igual', su presentación al mundo-, protagonista del primer divorcio mediático del país, capaz de dar consejos a Felipe González en Moncloa y apoyar a José María Aznar en campaña y de meter la patita en varios planes inmobiliarios de la cultura del ladrillazo en la Comunidad Valenciana -uno de ellos acabó en los tribunales, pero no le salpicó-, Julio se convierte junto a su familia, gracias al saber hacer de Peyró, en el perfecto hilo conductor para relatar, que no comprender, todos los grandes capítulos de España desde mediados de siglo XX. Ni siquiera se salvó de la lacra del terrorismo: su padre fue secuestrado durante 20 días por ETA en la Navidad de 1981.

Es esa silueta, la del padre, la que siempre estará presente en la trayectoria de su hijo: para compensar su ausencia en los primeros 20 años, Julio sénior se volcó en el peor momento de Julio júnior -le diagnosticaron un sarcoma que le obligó a aprender a caminar de nuevo- y siempre salió al quite con una nutrida agenda repleta de contactos que bien desbloqueaban un problemilla con la burocracia franquista o bien facilitaban una cita con un amigo de un amigo para recibir un empujoncito. Ventajas de ser el ginecólogo de las mujeres del régimen.

El inicio del camino

Fue precisamente en la convalecencia de esa enfermedad cuando a Julio le cambió la vida -siempre hay un punto de inflexión en el camino del héroe- con el regalo que le hizo un enfermero, Eladio Magdaleno, una guitarra que ayudó al casi inválido a ocupar las largas horas de tedio. Eso fue el germen de las primeras composiciones, que siguieron con el traslado a Reino Unido para aprender inglés -otra vez el apoyo, esta vez financiero, de su padre- y las primeras actuaciones en garitos de mala muerte.

De vuelta en España -'Papuchi', antes de ser 'Papuchi', se cansó de pagar a fondo perdido y le llamó a filas para que continuase su estudios de Derecho: su hijo los terminó... en 2001-, Julio tocó las puertas de las discográficas hasta que se ganó el favor de Columbia con la letra de 'La vida sigue igual'. La suerte le sonrió dos veces: la canción fue al Festival de Benidorm y el artista que tenía que cantarla cayó enfermo obligando a Julio a defenderla. Lo que parecía abocado al desastre engendró en este caso el milagro: una victoria incontestable, la abrumadora aprobación del público y la crítica, la gestación de una estrella que ya no iba a dejar de ascender.

El viaje, a partir de ese lejano 1968, se realiza a velocidad supersónica y Peyró puede recrearse, a pesar de todo, en contar todos los detalles. Julio acaba con su breve carrera de compositor porque ya es un cantante de pleno derecho y se suceden San Remo, Viña del Mar, Eurovisión -allí cantó 'Gwendolyne', la única canción que le dedicó a un amor, el primero-, los 'sold out' en el Royal Albert Hall, en la Sala Olimpia y en toda clase de campos de fútbol y una actividad frenética que le lleva a producir discos como churros y colarlos en las listas de los más vendidos. Esto, junto a su matrimonio con Isabel Preysler, le llevó a no desaparecer jamás de la vida pública: primero como padre -"a control remoto", decían las lenguas más afiladas- de una familia aparentemente modélica y tras el divorcio como un eterno 'sex symbol' que haría las delicias de todo el planeta.

El sueño americano

Si bien es fácil caer en la tentación del paternalismo con Julio y su estilo anacrónico, impermeable a las tendencias y al paso de los años, lo suyo tuvo mucho de trabajo, de convicción y, por encima de todo, de atrevimiento: fue pionero en cantar en múltiples idiomas -impresiona escuchar ahora temas tan conocidos como 'De niña a mujer' o 'Nathalie' en lenguas tan dispares como el francés, el alemán o el japonés-, se pateó toda España para darse a conocer en una gira que no hizo prisioneros, cruzó el globo para cantar en todo tipo de escenarios e hizo de América Latina el patio de su casa. Incluso tuvo la valentía de cantar rancheras en México y lanzar un disco de tangos -¡con éxito!- en Argentina. El descaro y la confianza en sí mismo le ayudaron a cruzar el Rubicón: de la mano de un nuevo contrato multimillonario con CBS, nuestro 'Quijote' con guayabera se propuso conquistar el mercado estadounidense.

Es en ese punto en el que el relato de Peyró coge una mayor riqueza en detalles, porque los hubo de todos los colores. Julio se mudó a Miami y puso toda la carne en el asador. Decenas de personas trabajaron en todas las vertientes: desde los mejores estudios de grabación para pergeñar 1100 Bel Air Place, su primer disco en inglés, hasta las numerosas campañas de publicidad que le hicieron presentarse en todos los hogares estadounidenses a través de la televisión, pasando por una ocupadísima agenda social que, dicho sea de paso, le dejó vía libre para dar rienda suelta a sus instintos más primarios. Cenas en casa de Frank Sinatra, amistad con los Reagan, concierto privado para François Mitterrand en la Casa Blanca y turnos para entrar en la habitación balinesa de la mansión de Indian Creek -de casta le venía al galgo- se convirtieron de repente en su vida diaria.

Julio Iglesias, en el concierto ofrecido a François Mitterrand en la Casa Blanca en 1984. Foto: Wikimedia Commons.

Se lo tomó con calma, pero la puntilla a su estrategia de conquista de EEUU llegó seis años después de mudarse, con la publicación de ese 1100 Bel Air Place del que vendió ocho millones de copias en todo el mundo, y consiguiendo un patrocinio estratosférico de Coca Cola para la gira que le paseó por medio planeta en siete meses. Se acabaron las cuestas: desde la cima de Miami se veía el globo terráqueo al completo.

Lo que vino a continuación, y en ese momento Peyró es bastante incisivo, fue la gestión de la normalidad, todo un cambio de paradigma para una persona que no había parado de derribar puertas en los 15 años anteriores. Incluso los héroes latinos tienen crisis: Julio pasó más un año refugiado en Bahamas masticando lo que sería su nuevo esquema vital. Pero de todo se sale, y más fácil aún si es con dinero y tiempo para gastarlo.

La madurez de Iglesias se despacha con mayor rapidez en un libro que ya ha realizado su labor colocando al artista en las coordenadas del firmamento que a veces se le niegan. Llegan los 90 y con ellos Miranda Rynsburger, la que será la mujer -parece ser que la definitiva- de un Julio que opta por sentar la cabeza cuando aparece el abismo de la cincuentena bajo los pies. Peyró afirma que una de sus mayores virtudes es, justamente, envejecer sin hacer el ridículo, y en ese sentido se entiende la drástica medida que anunció en 2011: desaparecer de la vida pública.

Con la cuenta corriente repleta y ninguna tarea pendiente en el mundo del espectáculo, no se puede decir que le perjudicara esa renuncia, especialmente cuando estalló el escándalo de los Pandora Papers que denunciaron un entramado fiscal de una veintena de empresas para comprar propiedades inmobiliarias -de la música se puede vivir muy bien, pero con el ladrillo todavía se puede vivir mejor- y un avión. Una polémica, si se permite la expresión, de la que salió bastante airoso en términos de imagen: una mota de polvo en la solapa del esmoquin que uno se sacude rápido con el dorso de la mano y de la que casi nadie se acuerda. Porque, si se mira con detenimiento, ese ha sido el gran triunfo de Julio Iglesias: que, después de conquistar el mundo, tuvo la lucidez de echarse a un lado antes de que la ola de las nuevas generaciones se lo llevase por delante. Y seguir facturando mientras tanto, por supuesto.

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