
En los últimos años, obtener rentabilidades razonables se ha convertido en misión casi imposible para el inversor, lo que ha hecho que éste se vuelva hacia un viejo conocido: el ladrillo.
Nadie puede negar el interés que genera un activo que se beneficia de una recuperación aupada por factores vigorosos, como el despertar económico, la reducción del paro y la abundancia de liquidez.
Como cabía esperar, se trata de una reanimación con altibajos (lo demuestra la desaceleración en la compraventa de viviendas en julio, conocida ayer), y desigual en cuanto a su reparto geográfico. Ahora bien, los expertos consideran que hay base para esperar avances de los precios de hasta el 15 por ciento en las grandes ciudades entre 2016 y 2021.
Es muy probable que, en ese periodo, todavía se noten los efectos de las políticas monetarias actuales, cuya base son los tipos de interés en mínimos. En consecuencia, los refugios preferidos por el inversor, depósitos bancarios y renta fija, seguirán ofreciendo muy bajas rentabilidades.
En ese contexto, el inmobiliario vuelve a aparecer como una de las opciones más rentables en el largo plazo y muchos inversores reforzarán su actual apuesta por el inmobiliario. Ese movimiento no tiene por qué despertar recelos si se aplican las lecciones del pasado y no se cae en el error de concentrar todos los recursos en este ámbito, ni se resucitan tópicos falsos, como el que defiende que, en el ladrillo, los precios siempre suben. Muy al contrario se trata de un mercado muy sensible a la contracción de la inversión y al aumento del paro, que podrían volver a producirse si la actual incertidumbre institucional se prolonga.
Sin duda, el inmobiliario vuelve a ser prometedor, pero no debe considerarse inmune a todo riesgo.