
Profesional desde 1998, el talentoso tenista suizo también es número 1 en el 'ranking' de ingresos.
No corre. Flota. No golpea la pelota. La acaricia. No gesticula. Disfruta. Es Roger Federer, el hombre para el que se inventó el tenis en el siglo XIX. Nacido en Basilea (Suiza), el 8 de agosto de 1981, el próximo domingo jugará la final -sí, una más- del Open de Australia, el primero de los cuatro grandes torneos que se disputan cada temporada.
Accedió al último partido del campeonato tras rendir un nuevo homenaje al mundo de la raqueta. En la semifinal disputada frente Andy Roddick jugó un tenis aceptable durante seis juegos -los que se anotó el norteamericano- y excepcional en otros ocho. En los diez restantes -los que se adjudicó sucesivamente entre el primer y el tercer set- simplemente lo bordó. Como en las grandes ocasiones, desplegó su juego en un abrir y cerrar de ojos. Sin avisar. Sin que Roddick -como tantos otros antes- pudiera hacer algo. Casi sin querer. Como si a él mismo no le quedara más remedio que ser así. La inspiración, que en su caso se ha convertido en una compañera inseparable, sencillamente le invade. Y cuando eso ocurre, el tenis, más que un deporte sufrido y sudoroso, se convierte en ballet.
Federer se desplaza por la pista con una naturalidad innata. Como si volara. Como un ángel. Sin grandes músculos ni piernas hercúleas, se sirve de su talento para dibujar gestos de academia e inventarse puntos imposibles.
Como todos los genios, Federer también es particular fuera de las pistas. Sin duda, figura entre los deportistas menos explotados publicitariamente. Nike puede presumir de patrocinar su ropa y sus zapatillas. Y Wilson difícilmente habrá tenido la ocasión de poner sus raquetas al servicio de un jugador tan deslumbrante. Pero al margen de esos patrocinios, que son el mínimo que se puede pedir a un deportista de su nivel, su vinculación con el mundo publicitario es muy escaso. Es la imagen internacional de Emmi, la mayor empresa de productos lácteos de Suiza, pero poco más.
De momento, parece conformarse con lo que ingresa por jugar el tenis, un apartado donde también está rompiendo todos los registros. Desde que accedió al circuito profesional en 1998 ha ganado ya 29 millones de dólares en premios. De los jugadores en activo, el que más se le acerca es el australiano Lleyton Hewitt, con menos de 17 millones de dólares. Y es que Federer es así. De hecho, por no tener no tiene ni un entrenador permanente. El australiano Tony Roche, uno de los tenistas más brillantes de los años 60 y 70, le sigue sólo en las grandes citas. Es decir, en Australia, Roland Garros, Wimbledon y el US Open. Para el resto del año le basta con la compañía de su novia, la ex tenista eslovaca Mirka Vavrinec.
Este domingo, en Melbourne, intentará ganar su décimo gran torneo. Si lo hace, además de celebrar su tercer año de reinado -es número 1 desde el 2 de febrero de 2004-, se acercará aún más al récord del estadounidense Pete Sampras, que se hizo con 14 títulos de grand slam durante su carrera. Paradójicamente, ésta es su mayor losa. Para su desgracia, el resultadismo le avasalla. ¿Es el mejor de la historia? ¿Superará a Sampras? ¿Terminará imbatido alguna temporada? Estas preguntas siempre le rodean. A él, que hace más grande el tenis con cada partido que juega.