
Es imposible que no se nos vayan los ojos cuando vemos por la carretera uno de esos coches míticos que han hecho historia. Un Ford Mustang de los 50 (posiblemente el coche que más veces ha aparecido en el cine), un Porsche 911 original o un Aston Martin DB5 (el primer automóvil que tuvo James Bond). Y no digamos ya si tenemos la suerte de ver circulando un DeLorean DMC-12 (el coche de Regreso al Futuro). Sin embargo, de un tiempo a esta parte esto pasa más bien poco, no solo porque esos modelos han ido envejeciendo y desapareciendo sino, sobre todo, porque cada vez hay menos sustitutos. ¿Cuál es el motivo?
En primer lugar la eficiencia en costes que hace que, en muchos casos, los modelos se parezcan porque comparten plataforma. Por ejemplo los automóviles de Peugeot, Citroën, DS y Opel o los de SEAT, Skoda, Audi y Volkswagen. Como es lógico, cuantas menos sean las arquitecturas básicas a partir de las que se puede construir un automóvil, mayor será el ahorro. Y si se puede utilizar el mismo vehículo con tan solo un cambio de logotipo, pues mejor aún. Tal es el caso del Peugeot iOn, el Citroën C-Zero y el Mitsubishi i-Miev.
Por otro lado los mandatos de la aerodinámica son los mismos para todos. Es decir, solo hay una forma ideal que apenas ofrece resistencia al viento, que es la de las gotas de lluvia. Por tanto, si se quiere hacer un motor eficiente que consuma lo mínimo, todos los coches deberían tender a ella. Además, características obvias que la mayoría de los clientes demandan, como un habitáculo amplio y un maletero espacioso fuerzan también a que la libertad creativa de los diseñadores disminuya.
La era de los coches aburridos
Que este foco en la eficiencia va en detrimento de la experiencia es algo que no necesita mayor demostración. Un coche sigue suponiendo una de las mayores inversiones de cualquier familia y, con la disminución de la diferenciación, se va perdiendo una de las claves de nuestro yo extendido. Que es ese conjunto de objetos y aspectos de nuestra vida que contribuye a dotarnos de identidad. Es decir, que no solo somos lo que vemos en nuestro interior, sino también la ropa y los complementos que usamos, la tecnología que nos rodea y, por supuesto, la marca de nuestros vehículos. Además, esa pequeña alegría que uno podía sentir cuando se encontraba con su coche por la mañana o al regresar del trabajo se desvanece. Porque todos los automóviles que hay en el aparcamiento se parecen. No es que no haya ningún Mustang o ningún Porsche, es que tampoco vemos ya la curvada personalidad del Citroën 2CV, ni la rechoncha pequeñez del SEAT 600, ni siquiera las afiladas formas del Renault 12. Y no es una cuestión que tenga que ver solamente con los coches de lujo, es un asunto de que en cualquier segmento se puedan encontrar siluetas con personalidad.
La consecuencia de que el cliente perciba que todos los productos son similares es obvia: el precio será mucho más importante en la decisión de compra y, en algunos casos, será la única variable a tener en cuenta. Las consecuencias de las guerras de precios son también conocidas: conducen a la aniquilación del margen y a la erosión de la cadena de valor. Además, en un mercado de automóviles similares las empresas tendrán que hacer esfuerzos presupuestarios colosales para construir identidades corporativas fuertes y narrativas potentes, dado que la única diferencia entre un vehículo y otro será poco más que su logotipo.
El test de la botella contour
En 1914 Harold Kirsch, abogado principal de Coca-Cola, se dirigió a un grupo de embotelladores para explicarles la estrategia que había detrás del lanzamiento de una nueva botella. Sus palabras tienen tal peso que incluso hoy resultan relevantes: "cuando esa botella sea implantada, os pediría que no tuvierais en consideración el coste inmediato que ese cambio implique, sino que recordéis que con esta botella estaréis estableciendo vuestros propios derechos". Lo que estaba diciendo, en otras palabras, era que había que priorizar la experiencia de marca sobre la eficiencia en costes.
Naturalmente estaba hablando de la botella contour, un proyecto que nació de una idea sumamente ambiciosa. Querían que fuera un envase identificable solamente por su tacto y además debía carecer de etiquetas, porque muchas veces estos envases se vendían en barreños de agua fría y podrían desprenderse. Es más: la botella tendría que poder reconocerse incluso hecha pedazos.
Casi cien años más tarde, en su libro Buyology, Martin Lindstrom explicaba el concepto de marca reventable: aquella que sigue siendo reconocible incluso en los fragmentos de sus productos. Es decir, las que pueden pasar el test de la botella contour, algo que hoy en día pasa con muy pocas marcas. Si recortamos un fragmento de una falda o arrancamos un pedazo de un electrodoméstico, salvo raras excepciones, encontraremos francamente difícil determinar de qué marca es. Y lo mismo está pasando con muchos otros productos, servicios y experiencias. Y por supuesto con los coches.
Una pregunta interesante es hasta cuándo el cliente querrá gastarse sumas importantes de dinero, la mayoría de las veces empeñándose durante varios años, para obtener un producto que ni le alegra la vida ni le hace sentirse diferente. Que es lo mismo que preguntarse cuál será la primera marca que romperá la baraja y lanzará al mercado un modelo que de verdad enamore y que haga que poseerlo sea en sí mismo una experiencia.
La paradoja de la industrialización
Sin embargo, la pregunta esencial es cómo determinar dentro de una compañía cuál es el adecuado balance entre eficiencia y experiencia. La empresa que gestiona un restaurante, por ejemplo, puede ubicarlo en una sala rectangular, sin recovecos ni columnas, en la que todas las mesas estén exactamente ordenadas en paralelas y perpendiculares. Puede pintar sus paredes de un solo color con pintura plástica económica que haga fácil la limpieza. E instaurar una secuencia de servicio férrea y sin desvíos que ayude a controlar tiempos y ahorrar costes. Puede entrenar a sus camareros para que pierdan el mínimo tiempo posible con cada cliente y para que le despachen y cobren cuanto antes. A partir de ahí, puede aprovechar al máximo su suministro ofreciendo solo tres platos posibles que se elaboran a partir de un puñado de ingredientes básicos y reducir la carta de bebidas a dos opciones, agua o cerveza. Y servir solamente un tipo de pan, el de toda la vida. El asunto es que esto no es un restaurante. Es una fábrica. Y dado que la gente no va a los restaurantes a comer, sino a vivir una experiencia gastronómica, por simple que sea, es casi seguro que ese negocio no funcionaría durante mucho tiempo.
El concepto que gravita por encima de todas estas cuestiones es la paradoja de la industrialización. Es evidente que las empresas generan más valor cuanto más fabrican productos o servicios sistematizados con costes reducidos y ninguna posibilidad de personalización. Sin embargo, en el otro extremo, hay un cliente ávido de vivir experiencias memorables y diferenciadas que busca que se le hable en primera persona. Por eso es una paradoja: porque lo que destruye valor para el cliente es lo mismo que lo que lo crea para la empresa. Si la balanza se inclina excesivamente hacia la industrialización, el cliente se aleja. Pero si se desnivela mucho hacia el producto artesano, desaparece el margen.
Existen muy pocas empresas que sean capaces de trabajar con un alto grado de industrialización y que, a la vez, entreguen una experiencia única. El resto de ellas se ven obligadas a tomar una decisión entre eficiencia y experiencia. Como de hecho le pasó a la botella contour, que en la fase de comercialización fue estilizada para facilitar su transporte, aunque sin perder su identidad. Y así nacieron, por cierto, las cajas de seis botellines, que fueron denominados six-pack. Un nombre que hoy utilizamos para referirnos a algo bien distinto. De la misma manera, en la era de los coches aburridos las marcas de automoción necesitarán de manera creciente situarse también dentro de esta polaridad. A medio plazo se juegan su resultado. A la larga, su supervivencia.