
Aunque el discurso más habitual de los historiadores de la economía española sea el marcado por Nadal y otros autores como Gabriel Tortella o Ramón Tamames en el que inciden en el enorme atraso económico de España y sus constantes fracasos, la realidad es que no se empieza una 'historia de éxito' sin haber tenido previamente asentadas unas bases sólidas, tal como recordó hace años Rostow.
En este sentido, los gabinetes más destacados de la Restauración pusieron orden en las finanzas controlando el déficit público y disciplinando la creación de dinero. Es notable la figura de Raimundo Fernández-Villaverde (felizmente destacada por el maestro Juan Velarde), el cual en 1899 consiguió el primer superávit presupuestario de la Historia de España y, tristemente, de los pocos que décadas después pudieron conseguirse.
De esta forma, los inversores extranjeros empezaron a recobrar la confianza en España para desarrollar la industria, la banca y el sector exportador y parcialmente olvidaron uno de los fantasmas más negros del siglo XIX como fue calificar a la deuda pública española cotizada en París o Londres como la 'triste historia de un timo', tal como recogió magistralmente Rondo Cameron. Una vez más, la Historia económica nos enseña cómo no hay que poner el carro antes que los bueyes. Traducido a este terreno: primero hay que crear las condiciones adecuadas y los incentivos para después conseguir una industrialización natural y no forzada.
Tomando los importantes desarrollos realizados ya en el siglo XIX en minería -España contaba con las Escuelas de Ingeniería más prestigiosas de toda Europa-, ferrocarriles, industria textil o metalurgia, el país pasó directamente a poner en marcha la Segunda Revolución Industrial que había comenzado en Alemania y Estados Unidos tres décadas atrás.
Gracias a los capitales repatriados de Cuba y Filipinas, al ahorro interno y a un 'viento de cola' como fue la huida a España de un importante grupo de ricos franceses que huían de la persecución religiosa y la oleada laicista a raíz de la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado de 1905 en Francia, se pudo desarrollar de una forma extraordinaria la electricidad, la industria química y siderúrgica, la azucarera, las centrales hidráulicas y el tejido sintético.
Los frenos al crecimiento
Sin embargo, la aceleración de la industrialización (que no comienzo real como destaca Albert Carreras y su excelente trabajo de reconstrucción de las series de producción industrial) se ve impedida desde el primer momento por enormes frenos en forma de inseguridad jurídica, conflictos sociales y a partir de 1914, la Gran Guerra.
La inestabilidad política y la indisciplina presupuestaria, volvieron a actuar de freno a la expansión industrial, alimentado a su vez por la enorme conflictividad social de la época -léase, por ejemplo, la 'Semana Trágica de Barcelona' de 1909- y por el creciente proteccionismo comercial, consolidado con el 'Arancel Cambó' de 1921 y que durará hasta casi la firma del Acuerdo Preferencial de España con las Comunidades Europeas en 1970.
En este sentido, mucho se ha hablado del proteccionismo como 'motor' o 'freno' de la industrialización. Desde que el propio Antonio Cánovas del Castillo abrazara la teoría de la protección de la industria infantil (y recogida en su discurso 'De cómo he venido yo a ser doctrinalmente proteccionista'), en España se disipó cualquier esperanza de volver al statu quo del Arancel Figuerola de 1869, primer arancel librecambista de la Historia. Desde hace décadas, es más que evidente el perjuicio del proteccionismo al limitar la expansión del mercado y, por tanto, de la búsqueda de demanda.
Con la pesada losa del proteccionismo, la falta de orden social, las convulsiones políticas y las guerras en el exterior, la industria española avanza de forma notable entre 1915 y 1930, cuando la industria pasó de representar el 20% del PIB al 31% del PIB justo antes del fin del Régimen de la Restauración y el comienzo de la Segunda República.
Precisamente, en la década de los veinte, la tasa de inversión en España alcanza el 10% del PIB, duplicando el registro que tenía en 1860. La economía española seguía creando ahorro neto -incluso a pesar de los elevadísimos desfases presupuestarios que se financiaban vía deuda pública- y tras la Gran Guerra se hizo con una de las reservas de oro más importantes del mundo.
Automóvil y petróleo
Este 'colchón' macroeconómico amortigua las consecuencias de la Gran Depresión de mediados de los años treinta. En estos años, los avances industriales continúan hasta la Guerra Civil con el desarrollo de la industria automovilística -el caso paradigmático de la Hispano Suiza-, de la industria aeronáutica con Casa o del petróleo con el monopolio de la CAMPSA.
Hasta cierto punto, la industrialización española tiene un cierto toque de 'heroísmo' ya que grandes progresos se hicieron después de importantes hazañas. Ese fue el caso de la construcción naval con los submarinos tras el invento de Isaac Peral en 1888 o de la industria aérea con el autogiro de Juan de la Cierva en 1924.
Dentro del desarrollo industrial, merece un capítulo especial el impulso de la obra civil y las infraestructuras que tiran de industrias más básicas y aprovechan el capital humano que en materia de ingeniería ya había en España con anterioridad. La creación de las Confederaciones Hidrográficas en 1926, el primer Plan Hidrológico en 1935 de modernización de regadíos, la extensión de los ferrocarriles y la construcción portuaria, son puntas de lanza hasta el primer tercio del siglo XX.
Pasada la Guerra Civil y los años de autarquía del régimen del General Franco, la industria española vuelve a tener un período de esplendor, el cual supone su despegue definitivo. Y al igual que sucedió a finales del siglo XIX, vino tras poner orden en las finanzas públicas, la apertura al exterior y la estabilidad institucional.
Estos tres condicionantes formaban parte del espíritu del Plan de Estabilización de 1959, recogiendo los esfuerzos que la industria española -ya controlada prácticamente en su totalidad por el Estado- venía realizando desde 1951 cuando empieza a llegar la primera ayuda americana a pesar de que España se había quedado fuera del Plan Marshall.
El impulso de la demanda exterior y el propio desarrollo interno, contribuyeron de forma decisiva al desarrollo industrial y, en paralelo, al impulso del sector servicios. En este sentido, la industrialización de España vuelve a ser un caso único en el mundo occidental ya que van de la mano la industria y los servicios, especialmente el turismo. De ahí que la construcción residencial, el transporte, la energía y las infraestructuras urbanas sean los nichos de mercado más preciados frente a la tradicional industria pesada controlada por el Gobierno.
El modelo de desarrollo industrial de los sesenta se va agotando hasta el punto que empieza fuertemente a consumir recursos a mitad de los años setenta cuando desaparece uno de los pilares básicos como era tener una energía barata y abundante (el petróleo). Es aquí donde la industria española toca techo representando el 39% del PIB y entra en crisis inflacionaria (la tasa de inflación en 1977 rondaba el 28%), alimentada por la inestabilidad política, el recurso al Banco de España para financiar el déficit público y la falta de competitividad frente al exterior con una economía dirigida por el sector público y bajo un marco laboral rígido.
La reconversión
Después de 1977, España entra en un nuevo período que llega a nuestros días. La primera parte estuvo dominada por la denominada reconversión industrial, cuyo objetivo era acabar con la industria ineficiente y obsoleta que cada año costaba miles de millones a las arcas públicas; y la segunda parte, poner las condiciones para que la industria española pudiera competir con los nuevos socios europeos a través de la privatización.
De esta forma, la industria ha ido perdiendo peso de forma progresiva en la riqueza nacional -en los últimos 20 años la industria ha perdido casi 10 puntos de peso sobre el PIB- a favor de los servicios y la construcción pero con un modelo más sólido y sostenible de crecimiento. Este es, por tanto, el cambio estructural que se ha producido.
Aunque la industria haya sufrido tal pérdida de peso notable en el conjunto de los sectores, tiene en este momento una presencia clave en la mecánica agrícola, el sector farmacéutico, la ingeniería y la energía.
Sin olvidar a uno de sus grandes partners de los últimos 100 años como ha sido la banca, la producción industrial crece a un ritmo anual compuesto del 2% desde 1975, justo en el entorno de lo que crece el PIB per cápita a largo plazo.