
Hace unas semanas que el Gobierno incrementó la cotización básica de los autónomos a la seguridad social en 624 euros al año -más de un 20% en relación con la cotización equivalente hasta la fecha- y lo hizo sin apenas levantar asperezas. Con una recepción mansa por parte de más de 3.000.000 de autónomos, infrarrepresentados y casi invisibles a nivel político, mediático y social.
Con este gesto, los autónomos que hayan superado los tres años de actividad, es decir, cuyo modelo de negocio apunte maneras de mantenerse a flote, contribuirán generosamente a las arcas del Estado. Y su dinero servirá, entre otras cosas, para mantener a nuestros cinco niveles de Gobierno y a su multitud asesores, o para financiar las duplicidades de sueldos de los políticos y sus pensiones vitalicias.
Es evidente que las asociaciones de autónomos no son efectivas, y no están a la altura de la realidad. E incluso que pueden estar vendidas al partido político mayoritario, como foros desde los que contribuir al proselitismo de sus programas, y desde los que mantener bajo control a sus representados.
Decepción
En cualquier caso, no deja de ser decepcionante que los autónomos no generen un movimiento que les proporcione la visibilidad y la capacidad de lobby acorde a su importancia para nuestra economía nacional.
Claro está que cuando uno está solo para atender a su negocio, dispone de poco tiempo y ganas para ser idealista. Pero es una pena desaprovechar el interés mediático suscitado por los emprendedores para crear conciencia de las necesidades particulares de los autónomos.
Los autónomos son las células económicas más autosuficientes, ingeniosas y ágiles, porque si no se espabilan rápidamente ante cualquier contexto difícil, no venden, no cobran y no pueden pagar tus gastos personales.
Hay cínicos que pueden pretender que el sigilo de los autónomos es voluntario, y que ampara su tendencia a realizar operaciones en negro. Pero la economía sumergida es, sobre todo, economía de guerrilla, y la guerrilla, a menudo, se inicia por pura supervivencia.
María Millán, consultora en estrategia