
Es algo insólito en España. Al menos, desde los albores de la Transición, nunca antes se han vivido con tanta intensidad los prolegómenos de unas elecciones. Nunca antes la gente de a pie ha seguido con tanta atención a los partidos ni ha sabido tanto de sus líderes o se ha sentido tan interesada cuando no implicada en unos comicios. Especial elecciones del 20D. EN DIRECTO | Campaña por las generales.
El pasado fin de semana, los pronósticos y cábalas sobre los resultados del 20D estaban en los comentarios de cualquier barra de amigos, de compañeros o mesa familiar. Cada cual con su posición y con su vaticinio sobre el tablero político que salga de las urnas el domingo próximo.
Nunca como ahora han proliferado las apuestas sobre el resultado y las posibles combinaciones para formar gobierno que permitan la nueva aritmética parlamentaria, lo que comporta mayor complejidad de predicción. Sobre ello he escuchado toda suerte de augurios, defendidos a veces con absoluta rotundidad, siempre basados en las encuestas que a cada uno le parecían más fiables y equivocando con demasiada frecuencia deseos con la realidad.
Lo cierto es que a pocos días ya de que se abran las urnas hay alguna certeza pero demasiadas incógnitas como para permitirse aseverar nada. Es verdad que el Partido Popular se perfila como la formación más votada aunque con un desplome de tal calibre con respecto a las elecciones de 2011 que yo no prepararía mucha fiesta en el balcón de Génova sin miedo al ridículo. Tampoco el PSOE debería gastar un euro en fuegos de artificio. La formación que lidera Pedro Sánchez está tratando de convencer al millón de indecisos que por la izquierda, según los demoscópicos, dudan si votarles a ellos o a PODEMOS, y al otro millón a la derecha, que calculan tienen la misma duda pero con respecto a CIUDADANOS. Para Sánchez no ha sido fácil marcar sus perímetros y, con tal nivel de indecisión, predecir qué respaldo obtendrá requiere el uso de la bola de cristal.
En cambio, CIUDADANOS y PODEMOS tienen prácticamente asegurada la fiesta en la noche electoral. Lo dicen las encuestas y se respira en el ambiente. Una de las ventajas de venir de la nada es que cualquier resultado que estuviere por debajo de las expectativas puede presentarse como una victoria. Con mayor o menor intensidad no hay una sola encuesta que no contemple la ruptura del bipartidismo y su juego de alternancias hasta ahora vigente. Habrá, como poco, un cambio hacia un bipartidismo imperfecto con cuatro protagonistas que desposeerán a los nacionalistas de su rol de bisagra dorada.
Sin embargo, la posición del partido de Albert Rivera dista mucho de parecerse a la del de Pablo Iglesias. El territorio que ocupara en el espectro político, a la izquierda del PP y a la derecha del PSOE, es susceptible de permitir a la formación naranja toda suerte de combinaciones y exigencias a uno u otro lado. Entre esas alternativas no hay que descartar la posibilidad de que CIUDADANOS se convierta en la CUP de Rajoy y exija su cabeza a cambio del apoyo como le ocurre a Más. O que el propio Rivera, una vez fracasados otros intentos, trate de plantar sus reales en la Moncloa.
Esta vez la aritmética parlamentaria será más compleja y poliédrica y quien quiera mojar tendrá que desarrollar sus mejores dotes de seducción y aprender a pactar. La de negociar no es una práctica que hayan ejercitado mucho nuestros representantes y a partir de ahora resultará indispensable. Hay una nueva cultura política en ciernes, la cultura del pacto. Puede suscitar temores e incertidumbres pero si repasamos un poco nuestra historia, comprobaremos que las legislaturas más fecundas fueron aquellas en las que no hubo mayorías absolutas. De igual modo hemos asistido a la reciente formación en ayuntamientos y comunidades de gobiernos fruto de acuerdos del más variado pelaje y, hasta la fecha, sin mayores traumas.
España necesita grandes reformas que exigen grandes consensos. Para su consecución resulta imprescindible una grandeza y una generosidad que hasta ahora ha brillado por su ausencia.