
Como se preveía, una vez que la CUP garantizó su abstención, Quim Torra fue investido presidente de la Generalitat. Igualmente predecible fue el discurso de Torra, en el que volvió a evidenciarse la temeraria minusvaloración que el independentismo hace de la economía. Al igual que ocurrió en los programas electorales de ERC y Junts per Catalunya, el president reservó un espacio accesorio a las cuestiones de este tipo, sin apenas hacer propuestas.
Se limitó a dejar claro que pretende seguir con la política de gasto social que atribuye al anterior Govern, y aludió genéricamente a la elevación de la oferta de vivienda de protección oficial y a la creación de una Renta de Ciudadanía. Lo que quedó claro es que el gasto de la Generalitat seguirá teniendo en la alta presión fiscal su casi exclusiva fuente de financiación. "No nos podemos permitir impuestos más bajos", aseguró Torra. Se trata de un mensaje muy negativo en un territorio que no solo cuenta con el mayor número de tributos autonómicos sino que, además, muestra uno de los tipos máximos de IRPF más altos de Europa Occidental.
Pero Torra logró ahondar más las malas perspectivas económicas al afirmar su intención de volver a promulgar las casi 20 leyes que el Constitucional anuló desde finales de 2017. Avivar la incertidumbre institucional es un paso de gran peligrosidad cuyos efectos van más allá de volver a estimular los cambios de domicilios fiscales y sociales de empresas. Es posible que, en esta ocasión también las multinacionales extranjeras se vean impelidas a actuar y trasladen centros de producción con la consiguiente destrucción de empleo. La economía catalana aún está en riesgo de sufrir mayores perjuicios si el independentismo no asume por fin plenamente la legalidad.