
El sector exterior ha sido clave para que España supere la crisis. Las ganancias de competitividad logradas en los peores años de las turbulencias han hecho posible que un país tradicionalmente lastrado por el déficit por cuenta corriente arroje, ahora, superávit en esa rúbrica.
En los últimos meses, la pujanza de la demanda interna en España no ha significado una pérdida de vigor para la exportación y las ventas de bienes y servicios a otros países continúan creciendo a ritmos cercanos al 10% anual. Ahora bien, sería excesivamente optimista afirmar que el sector exterior ha ganado importancia en todos los aspectos.
Pese a su gran potencial de creación de empleo cualificado, en nuestro país la exportación es responsable de tan sólo el 9% del total de puestos de trabajo. Se trata de la tasa más baja de la Unión Monetaria, compartida por Grecia y Portugal y muy alejada del 20% de un gigante exportador como Alemania.
Tan baja creación de empleo tiene una causa bien delimitada: la internacionalización es una tarea casi exclusiva de 150.000 empresas, sobre un total de tres millones de compañías. Exportar continúa siendo una quimera para la mayoría de las pymes. Pasos como los que ya ha dado la Secretaría de Estado de Comercio, destinados a mejorar su comunicación con organismos como Cesce o el Icex, son adecuados.
Pero exportar exige también un aumento del tamaño de las empresas que éstas se resisten a acometer por cuestiones muchas veces burocráticas y fiscales. Mientras persista este tipo de trabas, el sector exterior presentará debilidades que lastrarán su desarrollo a largo plazo, lo que le impedirá ser un motor aún mayor del PIB español.