
La búsqueda de legitimidad en el exterior es el gran objetivo de los partidarios de la secesión unilateral de Cataluña. Así lo demuestran los 69 millones que el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, gastó en menos de los dos últimos años para incrementar la nutrida red de embajadas catalanas y para organizar encuentros internacionales en los que explicar su postura.
De hecho, la petición del propio Puigdemont de que la Justicia española lo interrogue en Bélgica es otra muestra más de ese afán por internacionalizar el procès. Hasta ahora, sus pretensiones han chocado con claros rechazos de dirigentes como el presidente de EEUU, Donald Trump.
Pero ha sido en Europa donde el portazo ha sido más sonoro. Prácticamente todos los mandatarios de la Unión Europea ya han comunicado que no comulgan con una Cataluña independiente. Tampoco lo hace Bélgica, cuyos dirigentes también reflejan su rechazo a la presencia de Puigdemont en el país. La actitud que la UE muestra es lógica. No cabe apoyo posible a actos ilegales como la declaración unilateral de independencia del pasado viernes, basada en una arbitrariedad jurídica tan palpable como la consulta ilegal del 1-O.
Por si fuera poco, conceder la legitimidad internacional al procès abriría la puerta a que otros territorios europeos presentaran demandas de similares características. Además de hacer ingobernable la UE, una situación así atentaría contra el proyecto integrador, que es la razón de ser de la Unión Europea. No puede extrañar, por tanto, que todos los esfuerzos de la Generalitat hayan fracasado. El gran despilfarro efectuado ha sido baldío y el total aislamiento del mundo es el único fruto que el procès puede recibir.