
Un año más, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, pronunció su discurso sobre el estado de la UE. Lo hizo en condiciones muy diferentes a las de 2016. Entonces, la Unión encajaba el shock provocado por la victoria del sí al Brexit. A ello, se añadían las oscuras previsiones que se cernían sobre la UE en 2017, un año lleno de citas electorales en las que asomaba la amenaza del populismo.
Un año después, las negociaciones para la salida de Reino Unido están en marcha, pero con el Gobierno británico debilitado. Juncker, por tanto, tenía base para mostrarse firme ante todo propósito disgregador y lanzó dardos contra el Brexit ("Londres lamentará su abandono") y el secesionismo catalán ("El Estado de Derecho es una obligación en la UE").
Es más, el renacer que vive el europeísmo, tras éxitos como la victoria de Macron en Francia, impulsaron al político luxemburgués a hacer una apuesta muy ambiciosa por la integración. No sólo propuso cambios administrativos, como unificar las Presidencias de la Comisión y del Consejo Europeo. Además, llegó al extremo de abogar por que todos los miembros de la UE se integren en el euro, en la unión bancaria y en el espacio Schengen en 2019.
Resulta ilusorio pensar que países tan heterogéneos como Polonia, Dinamarca o Croacia estarán en condiciones de dar al unísono pasos en esa dirección en tan poco tiempo. Para ello, sería necesario, sobre todo en el caso del euro, una relajación de los criterios económicos de cohesión que, a la larga, ponen en apuros al proyecto en su conjunto, como mostró el ejemplo de Grecia durante la crisis. Juncker, por tanto, debe moderar su optimismo en pro de una mayor integración, ya que ésta no se puede lograr a cualquier precio.