
El debate abierto en torno a los problemas que suscita el turismo en España evidencia hasta qué punto el auge del alquiler ilegal de alojamientos es una amenaza de primer orden. Esta práctica se ha disparado desde 2014 y su crecimiento incontrolado tiene un rol fundamental en la proliferación de una conflictividad y una masificación que no solo perjudica a la industria turística, sino al bienestar de los ciudadanos y a la imagen de España como país.
Las administraciones directamente encargadas de estas competencias, las autonómicas, emprenden ya un endurecimiento de sus sanciones contra el alquiler ilegal, como ayer anunció el Gobierno balear. No puede extrañar que esta ofensiva legislativa se dirija en gran parte hacia plataformas de Internet como Airbnb.
Desde sus orígenes, dicha empresa abrazó la bandera de la economía colaborativa y quiso presentarse como una mera red de contactos entre personas que intercambian "alojamientos y experiencias". Nada hay que objetar en esa actividad, que tan buena acogida tiene entre los consumidores. Pero sí debe reprocharse la praxis de Airbnb que, lejos de encargarse de la buena gestión de ese éxito, se esconde tras su papel de mediador, y permite que su plataforma sea también un escaparate de alojamientos ilegales.
Es más, la multinacional llega al extremo inaudito de animar a sus usuarios a publicitar alquileres sin someter las ofertas al más mínimo control, ya que no exige ni permisos administrativos ni justificantes de que cumplen con sus obligaciones fiscales. Por ello, Hacienda, los municipios y las autonomías tienen que tomar cartas y atajar tales abusos, que tan grave perjuicio crean a las arcas públicas. Nada puede eximir a Airbnb de cumplir las leyes.