
La posición del todavía secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, es crítica desde el domingo. Era esperable un deterioro después de los nefastos resultados obtenidos tras las elecciones gallegas y vascas, pero el factor decisivo ha sido la pésima manera en que Sánchez gestiona todos los fracasos acumulados. A la torpeza de negarse a asumir responsabilidad, hay que añadir la huida hacia adelante del líder socialista.
No merece calificarse de otro modo su intención de seguir desoyendo las críticas de sus barones para buscar el apoyo de las bases, improvisando unas primarias y un congreso. La pretensión de actuar por libre, ninguneando a gran parte de los más importantes cargos del PSOE, resulta intolerable para cualquier partido democrático.
Es comprensible, por tanto, que el expresidente Felipe González alce la voz, acusando, incluso, a Sánchez de engañarle. Y aún lo es más la rebelión de la Ejecutiva del PSOE, con la dimisión de 17 miembros. Son todos movimientos necesarios para volver a imponer la sensatez y atajar una estrategia desnortada que sólo tendrá dos salidas: bien unas terceras elecciones en las que el PSOE se arriesga a sumirse en la irrelevancia o la formación de un Gobierno imposible con Podemos y los secesionistas.
La mitad de la Ejecutiva da la espalda a cualquiera de esas dos pretensiones y, con ello, a su secretario general. Sánchez no puede seguir ignorando esa falta de apoyos; su única salida es una dimisión que no sólo evitará el hundimiento de su partido. También tendrá la contrapartida de eliminar el principal bloqueo al que se enfrenta hasta ahora la formación de Gobierno.