
El fascismo como fenómeno de masas que anida en los repliegues más recónditos del espíritu humano y cobra auge en tiempos revueltos es la respuesta irracional a una época de injusticias sociales, corrupción y decadencia de las instituciones. Y aunque en última instancia el fascismo es una concreción política excepcional del capitalismo, no deja de contener en el inicio de su dominio ciertos aspectos de justicia social e igualitarismo verbal.
Pero en torno a él, y como preparación a su triunfo, se potencian y consolidan una serie de características específicas ya prexistentes. Veamos dos de ellas. El fascismo es en su estructura mental profunda, la encarnación del miedo a pensar, el odio a la inteligencia y la exaltación, como ejemplo de sensatez y sabiduría, de la modorra intelectual y del tópico castizo.
Esta cultura fascista que combina odio y desprecio a la razón y al ejercicio intelectual de sopesar argumentos con la ayuda de la duda metódica, se enroca en dos posiciones que se enseñorean de la sociedad, medios de comunicación y ciertos discursos políticos en épocas electorales. La primera hace referencia al miedo cultivado a cambios con la excusa encanallada de que en el fondo todos son iguales.
Esa querencia hacia lo inerte, lo inmutable y pétreo, abomina de la lectura, el debate y curiosidad analítica y exalta como virtud máxima la indigencia intelectual, la amoralidad en las relaciones ciudadanas y la insolidaridad más descarnada. La segunda consiste en la concreción de un enemigo que encarna el compendio de todos los males.
Ese otro es el chivo expiatorio sobre el que recaen las "culpabilidades" de las desgracias que aquejan a lo social. Es la excusa para las deportaciones, apartheids y genocidios. Y en las campañas electorales se expresa en el ataque ad hominem, el maniqueísmo, la ausencia de razonamiento y de discurso propositivo. Es, en definitiva, un discurso que se instala en los aledaños del fascismo.