
Bien conocido es el rechazo que provoca entre los barones regionales socialistas la posibilidad de un pacto entre el PSOE y Podemos, con objeto de que Pedro Sánchez sea investido presidente. La semana pasada, el antecesor de Sánchez, Alfredo Pérez Rubalcaba, se sumó al bando de los críticos tildando de "insultantes" las declaraciones del líder de Podemos, Pablo Iglesias, tras su entrevista con el Rey.
No merecían otro calificativo los alardes de Iglesias, quien se arrogaba la Vicepresidencia de un Ejecutivo que Sánchez presidiría (gracias a que "el destino le sonrió"), se inventaba nuevos ministerios y marcaba la pauta para los primeros 100 días de toma de decisiones, sin siquiera haber consultado a su supuesto socio.
De hecho, la soberbia del líder populista, sumada a la renuncia, momentánea y táctica, de Mariano Rajoy a formar Gobierno, marcan un punto de inflexión en las filas socialistas. Hasta el extremo de que, junto a Rubalcaba, otros históricos del partido, como los expresidentes Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, ejercen presión para que Sánchez abandone definitivamente toda pretensión de aliarse con Podemos.
Es lógico que estos exprimeros espadas hagan valer su autoridad moral, dado que está en juego la supervivencia misma de su partido, ahora amenazado por la fagocitación que sufrirá si se entrega a Iglesias. Pero su decisión es aún más elogiable, teniendo en cuenta las nefastas consecuencias económicas que tendría la llegada al poder de un Gobierno débil, sometido a veleidades populistas e incapaz de afrontar los retos económicos que, como el presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, recuerda en elEconomista, España tiene pendientes.