
Las guerras hay que afrontarlas para ganarlas, de lo contrario mejor aplicarse aquello de la sociología moderna que dice que soldado que huye vale para otra guerra. Justo todo lo contrario es lo que ha hecho Artur Mas, y ahora su sucesor, Puigdemont.
En su fracaso del 27 de septiembre, en unas elecciones convertidas en un plebiscito secesionista en el que Junts pel si no logró la mayoría absoluta ni de escaños ni de votos, ha acabado apoyada por los radicales de la CUP para seguir el plan de ruta del 9 de noviembre. Hace bien el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en anunciar que aplicará el peso de la Ley a cualquier decisión que se salga de ella, con el apoyo del PSOE y de Ciudadanos.
Mas, que se ganó el respeto del empresariado, deja ahora un escenario yermo para la inversión, ha dañado al país que defiende y ha retrasado la necesidad que tienen Cataluña y España de entenderse y negociar. Su intención caudillista de erigirse en el conductor del subyugado pueblo catalán hasta la independencia, al precio que fuera, le ha disociado de la realidad. Los que le echan, los de la CUP, aseguran que han enviado a Mas a la papelera de la historia.
Y buena parte de los votantes tradicionales de la extinta CiU se llevan las manos a la cabeza al pensar en una Cataluña fuera del euro, sin un Banco Central, con una devaluación inmediata de su futura moneda, y la práctica imposibilidad de encontrar financiación en las condiciones actuales de mercado para la nueva república catalana.
Si el nuevo presidente de la Generalitat se empeña en seguir la ruta secesionista no va a conseguir más que una estampida mayor de las inversiones, un incremento de la pobreza y la justicia social que dice perseguir y el portazo de la comunidad internacional.