
En menos de una semana, el Tribunal Supremo debía decidir sobre la necesidad de llevar a cabo un nuevo cierre de canales televisivos, que afectaría a ocho de ellos, con marcas tan conocidas como Divinity y Discovery. El sector televisivo privado (especialmente, sus dos pesos pesados, Mediaset y Atresmedia) llevan meses maniobrando en la sombra para evitar el más que probable revés judicial. Llegaron hasta el extremo de presionar directamente al Gobierno, para que los beneficiara mediante una modificación, hecha a su medida, de la Ley de Comunicación Audiovisual.
Las televisiones se estrellaron contra la sólida oposición del ministro de Industria, José Manuel Soria, a tomar ningún tipo de decisión que supusiera inmiscuirse en la labor del Supremo. Ante esa negativa, los interesados (junto con la distribuidora Cellnex, también afectada por la posible clausura) han reaccionado tomando un atajo: pagar 15 millones a Infraestructuras y Gestión, la empresa que presentó la demanda, para que la retire, como ha hecho.
Al acabar echando mano del talonario, las televisiones demuestran dos realidades. Por un lado, reconocen tácitamente que el Tribunal Supremo sólo podía oponerse a que siguieran emitiendo unos canales que se concedieron sin ningún tipo de concurso público, en una época excepcional (2005-2010) en la que la TDT se estaba implantando.
En segundo lugar, las televisiones dejan claro, una vez más, que están dispuestas a pagar para desactivar todo desafío a su hegemonía. Una práctica que, pese a su legalidad, sólo puede resultar cuestionable, especialmente cuando concierne a unas empresas que hacen bandera de exigir a la clase política la más alta ejemplaridad.