
Desde hace unas semanas, en nombre, sobre todo, de la lucha contra el despilfarro del dinero público, la Alta Velocidad ferroviaria se ha convertido en el enemigo que hay que batir en determinados círculos políticos. Todas las opiniones en contra del AVE parten de supuestos que ponen en cuestión su rentabilidad y la sostenibilidad futura de la red española.
La ministra de Fomento, Ana Pastor, no ha querido practicar la política del avestruz y poniendo cifras al debate, anunció recientemente que estamos en un año récord de inversión en AVE. Fomento destinará 3.100 millones a esta infraestructura, más de la mitad de lo presupuestado en los tres últimos años y el máximo desde 2009. Para ver un incremento similar hay que retroceder a 2011, otro año también casualmente electoral en el que su antecesor en el cargo, José Blanco, disparó la inversión a 3.000 millones. Ante la cercanía de los comicios, es inevitable interpretar esta decisión como un claro movimiento para sumar votos.
Sin embargo, poner sobre papel la remota posibilidad de que Fomento paralice algunos de los proyectos no concluidos sería un error imperdonable para una obra que, pese a su innegable infrautilización, tiene logros importantes a su favor. Hay que recordar, y así lo ha hecho la ministra, que el AVE aportará al PIB nacional 28.000 millones en cuatro años, que ha impulsado la I+D y la industria y que ha vertebrado España. Según Fomento, cada euro invertido en el AVE genera otro euro de riqueza. Sin ignorar que hay vías de dudosa rentabilidad, el coste de paralizar una infraestructura que ya está ejecutada al 80% es un atraso que puede salir muy caro. Demonizar el AVE es no querer mirar hacia el futuro.