
En esta legislatura, el Gobierno ha hecho bandera de la siempre necesaria lucha contra el fraude fiscal como una de las vías de reducir el problemático déficit de las Administraciones públicas sin aumentar la presión fiscal sobre los contribuyentes que sí cumplen con su obligación. Sin duda, el mayor celo en las inspecciones ha provocado un aumento del número y la eficiencia de las detecciones de operaciones evasoras y debe reconocerse ese avance.
Sin embargo, mucho menos divulgados son los pobres resultados del proceso que empieza una vez localizado el infractor. No en vano, el Tribunal de Cuentas denuncia que la Agencia Tributaria (AEAT) arrastra un "grave problema" de gestión de las deudas de las que es acreedora. Y los números le dan la razón: el pasivo pendiente de cobro de la Aeat se ha duplicado desde 2005; en consecuencia, su monto alcanzó en 2013 (último ejercicio fiscalizado) los 50.174 millones.
Los factores que explican este descontrol de la deuda son varios y, entre ellos, no es menor la influencia de la judicialización de los procesos de reclamación, un gran porcentaje de los cuales se resuelven a favor del contribuyente, sin que Hacienda tenga margen para reaccionar.
Con todo, más atención merece la evolución del dinero declarado incobrable, más de 5.000 millones en 2013, por causa, sobre todo, de insolvencia. Son cifras que demuestran que la inspección se concentra en el evasor fiscal por supervivencia, asalariado o regente de pequeños negocios, siempre fácil de detectar y abocado a la quiebra una vez que se le reclaman sus obligaciones. Sin embargo, el gran defraudador, aquél que tiene a su alcance las más avanzadas herramientas de la ingeniería fiscal, sigue quedando fuera del radar de la Agencia Tributaria.