El Ejecutivo griego sólo puede acertar si se aviene a tratar con seriedad el problema que supone la abultada deuda pública helena, olvidando los propósitos de servirse de la troika como chivo expiatorio y también las bravatas acerca de forzar una negociación o incluso un impago. Ayer, en el tercer día de su gira europea, con escala en Roma, el ministro de Finanzas de Grecia, Yanis Varoufakis, no habló de dejar de pagar el pasivo, sino de hacerlo de otra forma, y, por primera vez, acompañó su declaración de intenciones con una táctica concreta.
El plan Varoufakis invita a los acreedores a cambiar los bonos que ya poseen por dos nuevos tipos de títulos. El primero modularía los pagos en función de las expectativas de crecimiento del PIB nominal. El segundo tipo se dirige específicamente al BCE, con objeto de que los 28.000 millones de euros en bonos griegos que ya acumula pasen a considerarse deuda perpetua, es decir, carente de una fecha cerrada de vencimiento, a cambio de una mayor rentabilidad. En ambos casos, Atenas propone un canje, en ningún caso una quita, que sería no sólo injusta con respecto a sus socios que nunca pudieron tomar ese atajo, sino también peligrosa, al hacer factible una solución semejante para economías mucho más grandes como España e Italia.
Atenas ha recapacitado hasta el punto de ofrecer una solución que merece considerarse (las bolsas ya empezaron a hacerlo como muestra el alza del 2,6% del Ibex 35). Tiene lógica acomodar los pagos de la deuda a la espera de que el crecimiento del PIB y el regreso de la inflación aligeren la deuda que ahora soporta. A Grecia le conviene seguir en el euro, y propuestas como ésta, alejadas de aspavientos populistas, lo hacen posible.