El regreso de la economía nipona a la recesión supone mucho más que otra prueba de la falta de eficiencia de la llamada Abenomics, el plan de choque de estímulos fiscales y monetarios abanderados por el primer ministro japonés, Shinzo Abe. La caída del 1,6%, en tasa anualizada de Japón en el tercer trimestre, que se suma a los 7,2 puntos porcentuales de contracción entre abril y junio, certifica el momento tan delicado que vive la economía mundial. Ni siquiera el G-20, en su cumbre del pasado domingo, dio muestras de saber cómo encauzarla, pese a lo aparatoso de su plan de casi mil medidas que se resumen en la vieja receta de estimular el PIB invirtiendo en infraestructuras.
Más allá de grandes iniciativas multilaterales, siempre de difícil puesta en marcha, lo cierto es que falta lo esencial: un foco de crecimiento que sirva de remolque. De EEUU no cabe esperar mucho más, no sólo porque sus registros ya son difícilmente superables, con un avance del PIB del 3,5% el pasado trimestre y la tasa de paro en el 5,8%. Además, la Fed ya terminó sus compras masivas de activos mientras el presidente Barack Obama se encuentra políticamente atado por el poder legislativo. Con Japón en fuera de juego y los emergentes enfriándose, sólo queda mirar a la zona del euro, donde hay potencial por explotar.
Lo volvió a demostrar ayer el presidente del BCE, Mario Draghi, al dar la vuelta a las bolsas europeas, deprimidas por los resultados nipones, con solo insinuar, en su oscuro estilo habitual, que está dispuesto a comprar deuda pública y privada. El mercado confía en que, por fin en 2015, el eurobanco estará a la altura y sacará a la zona del euro del estancamiento. El BCE no puede decepcionar.