En la noche del 9 de noviembre, mientras transcurría el recuento de votos de la consulta soberanista, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, insistió en lanzar un claro mensaje al Gobierno central. Expresó su convicción en que, fuera cual fuera el resultado, el Ejecutivo de Mariano Rajoy seguiría atrincherado en la "intransigencia" y en la "miopía política". Sin embargo, es el propio president el que revela una llamativa estrechez de miras a la hora de planificar su estrategia posterior al 9-N. Mas ya erró, el mismo domingo, cuando quiso arrogarse todo el mérito por el hecho de hubiera tenido lugar la consulta, aun cuando aquella habría sido imposible sin el consentimiento tácito de Moncloa. Posteriormente, no ha dejado de remachar su equivocación con el empeño en recuperar el tono desafiante en su discurso.
Sobre el papel, Mas aún abraza el diálogo, pero el contenido de la carta que ha remitido a Rajoy, en la que reclama al presidente que "en una o dos semanas" abra la puerta a una consulta "definitiva" sobre la independencia, suena a ultimátum. Los resultados mismos de la consulta, empezando por su escasa participación, deberían disuadir al líder convergente de volver al maximalismo. Pero, además, la salida a la que se aferra, unas elecciones plebiscitarias, no le beneficiará ni a él ni a la autonomía que gobierna. Más allá de la posible ruptura con Unió o del eclipse de CDC en beneficio de ERC, lo cierto es que la tensión soberanista ya lastra la economía. Cataluña fue la autonomía en la que más cayó la inversión directa exterior (un 60%) en el primer semestre de 2014. Empecinarse en seguir por este camino conduce a Mas, y por extensión a Cataluña, a un callejón sin salida.