Siempre las reformas más difíciles de llevar a cabo son aquellas que debe aplicarse quien las promueve a sí mismo y a las personas que comparten actividad. Por esta razón, la reforma del sector público no prospera. Se anuncia reiteradamente, se toman medidas coyunturales -que hasta ahora han afectado sobre todo a los funcionarios-, pero no se aborda un cambio estructural que permita tener unas Administraciones Públicas modernas. Esto es, con un tamaño más reducido, razonablemente descentralizadas y ágiles, pero sin duplicidades y con buenos profesionales adecuadamente retribuidos y con absoluta transparencia en las nóminas que perciben. Esto debe servir igualmente para los funcionarios, como para los altos cargos y nombramientos de libre designación.
Transparencia no es sólo que la retribución anual se publique en el BOE; es también una escala salarial, en cuya cúspide se sitúe el presidente del Gobierno, y unas incompatibilidades retributivas claras. Por ejemplo, ¿tiene sentido que los ministros, presidentes y consejeros autonómicos y alcaldes, que son diputados, cobren dietas de desplazamiento del Congreso, cuando por su responsabilidad ejecutiva disponen de coche oficial y tienen cubiertos los viajes?
Tampoco se entiende que las autonomías tengan todavía más de 2.000 altos cargos después de haber recortado un 25 por ciento. Se dan estas situaciones porque en vez de afrontar un cambio estructural y eficaz se están haciendo ajustes que ayudan a contener el déficit coyuntural, pero no atacan la raíz del problema y mantienen el déficit estructural. Los políticos deben dar ejemplo y acometer la reforma del sector público aunque afecte a sus intereses. Los parches no sirven, ni convencen.