A lo largo de los dos últimos años hemos escuchado repetidamente el anuncio de la reforma definitiva del sistema financiero. Si así hubiese sido, España no se habría convertido en el foco de atención mundial de las últimas semanas, los inversores extranjeros no habrían huido de la bolsa española y el Fondo de Garantía de Depósitos no se habría drenado hasta casi dejarlo sin fondos para cumplir su función principal de garantizar los depósitos de los clientes de las entidades financieras. El rebote que ayer pegaron las bolsas tiene un nombre, Bankia, y es la reacción de beneplácito de los mercados ante una decisión que el Gobierno debía haber tomado hace meses: crear un banco malo donde depositar los activos tóxicos y sanear balances. Hasta llegar a este punto se han sucedido las reformas incompletas que sólo crean frustración e inseguridad jurídica.
Como telón de fondo, gobiernos dubitativos que no se atreven a llamar a las cosas por su nombre y que por no gastar el dinero del contribuyente no acometieron los cambios a tiempo, lo que tiene un coste mucho mayor: colgar la economía española en el abismo. Esta historia también tiene una víctima: Rodrigo Rato, el hasta ayer presidente de Bankia. Fue el primero que propuso la creación de un banco malo pero los mismos que estuvieron a su lado cuando era vicepresidente económico no le hicieron caso. Ahora le apartan y dejan que otro haga lo que Rato había pedido. Por fortuna será José Ignacio Goirigolzarri, un banquero profesional de acreditada valía, quien remate la faena. Esto mismo hace cinco meses nos habría permitido recibir en mejores condiciones la barra libre del BCE y haber superado las reticencias de los mercados, pero no se afrontó con valentía una reforma fundamental.