
La figura sombría proyectada por Theresa May esta semana en Bruselas ha logrado lo que centenares de horas de negociación del Brexit no habían conseguido: ablandar la inflexibilidad de la Unión Europea, que ha comprendido por fin la desesperación de una mandataria atrapada por las luchas cainitas de sus propias filas, la intransigencia de sus socios de Gobierno y las maquinaciones sucesorias de quienes estaban llamados a garantizar la estabilidad de un Ejecutivo en minoría.
Pese a que la primera ministra se presentó sin nada nuevo que aportar en el Consejo Europeo tipificado como el todo o nada para el divorcio, la cúpula comunitaria no solo mostró clemencia, sino que ha decidido intervenir para rescatarla de la trampa que se ha tendido en casa.
El giro no responde al altruismo, sino a los propios intereses del continente, donde son conscientes de las graves consecuencias que acarrearía permitir que la primera ruptura integral en sus seis décadas de historia culminase sin acuerdo. Las repercusiones irían más allá de lo económico: la preocupación más obvia de un bloque cuyo génesis fundacional se basó, precisamente, en la cooperación en la materia. Las secuelas de un Brexit caótico se dejarían sentir en la proyección política de la UE, su estatus de referencia mundial fundamentado en el bien común y en su reivindicación de que la protección de sus ciudadanos guía su hoja de ruta.
Desde que Reino Unido pulsase el botón de salida el 29 de marzo de 2017, los socios habían asistido con una mezcla de estupefacción y frustración al espectáculo desplegado por quien había decidido romper un matrimonio de conveniencia de más de 40 años. Bajo su cuenta y riesgo, May decidió iniciar la cuenta atrás de dos años estipulada por el Artículo 50 del Tratado de Lisboa sin haber determinado qué quería y qué podría de forma realista establecer para la travesía en solitario.
Este error de cálculo estuvo precipitado, en su defensa, por la negativa comunitaria a evaluar argumento alguno hasta que el proceso estuviese oficialmente en marcha, una imposición que, en cualquier caso, la convirtió en el objetivo de la campaña de presión articulada por Bruselas. Desde el principio, las partes habían acordado que serían las máximas esferas las que decidirían sobre la negociación, pero pronto quedó claro que, en el caso de Reino Unido, una heterogénea coalición de intereses contrapuestos tenía más peso que la voluntad de la premier de garantizar una salida pragmática.
Para la UE este problema era doméstico y, hasta esta semana, lo había tratado como tal, centrando toda coacción sobre una May que, cada vez que cruzaba el Canal, evidenciaba no solo su falta de ideas, sino una debilidad extrema que provocaba la exasperación de sus todavía socios. Las emociones alcanzaron el paroxismo cuando, incapaz de continuar en la huida hacia adelante en la que se había embarcado, la primera ministra presentó, al fin, el plan para el Brexit que le habían reclamado desde el inicio.
La propuesta fracasó en su aspiración de generar un mínimo consenso en Reino Unido y, para Bruselas, cruzaba en demasiados aspectos las líneas rojas trazadas para proteger la integridad de mercado común y unión aduanera y la condición irrevocable de evitar una frontera dura con Irlanda. La impopularidad del denominado plan de Chequers, irónicamente, no desanimó a May, quien era consciente de que el acuerdo que tanto había costado generar en su gobierno, provocando dos peligrosas dimisiones al máximo nivel, no tendría una segunda oportunidad.
Medidas de contingencia
La brecha resultó evidente hace un mes en la cumbre de Salzburgo (Austria), donde la premier presentó oficialmente el armazón que la UE ya había descartado, lo que llevó a la mayoría de los asistentes a reforzar la preparación de las medidas de contingencia para un desenlace sin acuerdo. La única alternativa aparente pasaba por la presentación de "hechos nuevos" por parte de May en el Consejo Europeo, pero esta compareció con un arma más potente: la desesperación.
El "nerviosismo" que, según los presentes, mostró en los apenas 15 minutos concedidos el miércoles antes de la cena provocó un cambio en la aproximación del bloque, que comprendió como nunca el callejón sin salida en el que se encuentra. La aflicción de una mandataria en el poder, pero incapaz de gobernar, logró incluso conmover al presidente de la Comisión, quien ha sustituido el desdén por la conminación activa a los Veintisiete para "ayudar" a May a vender el acuerdo en casa.
Visto el terremoto generado en Reino Unido por la mera sugerencia de ampliar la transición posterior a la ruptura, los negociadores coinciden ya en que la parálisis no responde a una disparidad estructural, sino a la división del fracturado espectro político británico. De ahí el giro de un bloque preparado para retorcer el lenguaje hasta tal punto que sea irrefutable ante el Parlamento británico.
Dada la eurofobia dominante en un sector conservador, May sabe que no puede contar con su grupo, por lo que su nueva estrategia pasa por convencer a una mayoría que no entienda de siglas, apelando al "interés nacional" ante una de las votaciones más cruciales en los siglos de historia de Westminster.