
Theresa May, la premier británica, ha constatado que el marasmo de la salida de la UE es de tal magnitud que ha paralizado su voluntad de reformar un país con fuertes deficiencias estructurales. A su llegada a la residencia oficial de Downing Street en julio de 2016, la primera ministra detectó que el electorado había votado, no tanto contra Bruselas, sino contra un sistema que considera que le ha dado la espalda por décadas.
No en vano, los 17,4 millones que apostaron por abandonar la UE suponen el mayor volumen de votantes en la historia británica y sus motivaciones, inevitablemente, van más allá del descontento con la burocracia comunitaria y la injerencia de Bruselas en cuestiones domésticas. Sin embargo, transcurridos más de dos años de mandato, ninguna de las promesas proclamadas antes de tomar posesión de la residencia oficial se han materializado.
La agenda reformista del Gobierno de May incluye aspectos políticos, como una profundización del modelo federal para dar respuesta a Escocia, Gales e Irlanda del Norte, pero también un refuerzo del modelo democrático para recuperar el espacio con el ciudadano. Pero también económicos, como la reforma del modelo productivo, muy dependiente del sector servicios y el consumo interno, y la necesidad de fomentar la inversión empresarial.
La segunda mujer en ponerse al frente del Ejecutivo británico reconoció la existencia de la "urgente injusticia" que asolaba demasiadas áreas de las islas y anticipó una revolución para atraer de nuevo al corazón de la política a los ciudadanos que se sentían abandonados.
Halo de eficiencia
El desgaste del Brexit, la división que ha generado en su propio partido y los recursos que el proceso en sí demanda de la administración se han encargado de imposibilitar la puesta en marcha de cualquier agenda reformista, más allá de las dudas que el liderazgo de May pueda generar. El ascenso de su candidatura, promovida desde la relativa confianza generada por sus años en la cartera de Interior, se había fundamentado en su aparente perfil como la opción más segura de entre los aspirantes a suceder a David Cameron.
Sin embargo, el halo inicial de eficacia se fue apagando aceleradamente hasta quedar retratada como una mandataria parapetada tras los muros de Downing Street, incapaz de imponer un mínimo de disciplina interna y, aparentemente, sin ideas tanto para el divorcio con Bruselas, como para la reestructuración fundamental que había prometido para Reino Unido.
El alcance de la decepción generada por su declive alcanzó lo que parecía la cúspide en las generales anticipadas del 2017: convocadas para apuntalar su mayoría, acabaron dejándola sin hegemonía parlamentaria, rehén de trifulca entre los conservadores en materia de Europa e incapaz de sacar adelante cualquier medida de calado. Como consecuencia, inconscientemente o forzada por las circunstancias, ha fracasado ya en la que era la primera tarea de su mandato: gestionar las motivaciones reales que habían desencadenado el Brexit.
De ahí el riesgo del auge de un nuevo populismo inspirado en la misma dolencia que había alimentado el sentimiento antiUE. Pese a que la autodenominada "mayoría silenciosa" que apoya un segundo referéndum cada vez hace más ruido, la frustración en las áreas que votaron Brexit continúa, como también el filón de explotar el discurso antiélites y antiestablishment que había alimentado el UKIP, hoy extinto en el mapa electoral.