
La administración de Donald Trump se caracteriza por el caos y la incertidumbre. Sin embargo, en algunas polémicas decisiones no se da puntada sin hilo, sean deliberadas o fruto de la mera casualidad. Es el caso del pulso arancelario entre Washington y Pekín, donde aquello del ojo por ojo amenaza con instigar gravámenes cada vez mayores entre las dos economías más importantes del planeta.
Hoy mismo el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció que estudia imponer otros 100.000 millones de dólares en aranceles a China, adicionales a los 50.000 millones ya anunciados a cientos de productos chinos, como contraataque a las tarifas con las que el gigante asiático castigó a Washington esta semana. A lo que el gigante asiático no ha tardado en responder: "Si EEUU persiste en su comportamiento China va a seguir hasta el final a cualquier precio y contraatacará contundentemente".
Cuando Trump rubricó su decreto el 22 de marzo autorizando a la Oficina del Representante Comercial de EEUU a seleccionar los cerca de 1.333 productos que se verán gravados en un 25% como represalia al robo de propiedad intelectual llevado a cabo por China, sus funcionarios se encargaron de garantizar un proceso de implementación no inmediato. Al fin y al cabo, si hay algo que caracteriza al inquilino de la Casa Blanca es su pronta y en muchas ocasiones infortunada labia, que sirve como baremo para iniciar cualquier negociación.
Esta ocasión, como sucede con el Tratado de Libre Comercio de América de Norte (TLCAN), no es distinta salvo por la excepción de que la Casa Blanca ha chocado de frente con Xi Jinping, poco asiduo a colaborar bajo presión directa.
Pekín respondió el lunes a los aranceles del 25% y el 10%, respectivamente, aplicados por EEUU a sus importaciones de acero y aluminio, activando gravámenes sobre 128 productos estadounidenses por un valor de 3.000 millones de dólares. Su reacción a los aranceles adicionales planeados por Trump bajo la investigación arropada por la Sección 301 de la Ley de Comercio de 1974 fue mucho más quirúrgica, centrando su atención en 106 productos concentrados en tres pilares para las exportaciones de EEUU: el agrícola, el aeronáutico y el automotriz. Emulando el plan de Trump, los gravámenes planeados ascienden hasta los 50.000 millones de dólares.
Pero su implantación depende de lo que decida la administración Trump, cuyo primer objetivo, pese a que las apariencias engañen, siempre ha sido negociar en principio. Es por ello que el proceso para aplicar oficialmente estos aranceles será largo. Las empresas estadounidenses podrán mostrar sus preocupaciones en una comparecencia pública en la Comisión Internacional de Comercio el próximo 15 de mayo y podrán presentar oficialmente sus quejas hasta el 22 de mayo. A partir de entonces, el Gobierno de EEUU tendrá hasta 180 días para decidir qué hacer.
No es en interés de ninguna de las dos partes entrar en una guerra comercial abierta. La agencia de calificación crediticia S&P Global Ratings advirtió el jueves de que "el riesgo de una guerra comercial está aumentando con las recientes acciones de represalia de ojo por ojo", explicó el analista Terry Chan.
A la espera de lo que pueda ocurrir, ayer conocimos que la brecha comercial de EEUU aumentó en febrero un 1,6 por ciento, a 57.600 millones de dólares, el nivel más alto desde octubre de 2008. Eso sí, el déficit comercial de bienes con China, clave para las negociaciones arancelarias, cayó un 18,6%, a 29.300 millones de dólares, mientras que el saldo negativo con México subió un 46,6%.