
El Govern de la Generalitat ha llamado a los ciudadanos a las urnas para votar mañana, 1 de octubre, sobre una hipotética independencia de Cataluña. Un referéndum ilegal, tramitado a espaldas de los partidos de la oposición y que divide profundamente a una sociedad que, según las encuestas, no se decanta mayoritariamente ni por la permanencia ni por la salida. La tercera opción, la intermedia, que pide un encaje diferente de aquella comunidad en España, no está llamada a pronunciarse en la votación de mañana, y aguarda al día 2, lunes, para desempolvar posibles soluciones a un conflicto enquistado que amenaza la convivencia entre los catalanes y el resto de españoles dentro y fuera de la propia Cataluña.
La historia del desafío de la Generalitat puede remontarse cuanto queramos en la historia, pero el nacionalismo catalán justifica su desafío en dos agravios que demuestran la supuesta falta de voluntad del Estado de dar un encaje a Cataluña: la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, de junio de 2010, que declaró inconstitucionales 14 artículos; y el cerrojazo de Mariano Rajoy a atender las demandas de Artur Mas, expresidente catalán, en torno a un posible pacto fiscal para Cataluña, en 2012.
Hoy, en privado, algunos de quienes protagonizaron aquellos desencuentros se arrepienten de no haber mostrado más flexibilidad, si bien el Gobierno argumenta que, por entonces, la prioridad era evitar el rescate de España y no entrar en otras aventuras. Así lo manifestó ayer mismo el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos.
Sin embargo, parece claro que propiciar una salida al conflicto tendrá que pasar por las cesiones de todos; por cambios en los ámbitos político, económico y social; y, sobre todo, por unos pactos que encuentren un respaldo mayoritario tanto en Cataluña como en España. Unas vías que, al contrario que el referéndum unilateral, no desemboquen en una historia de vencedores ni vencidos.
Las materias sobre las que debe basarse el acuerdo pueden ser múltiples, pero parece evidente que una reforma de la financiación autonómica como la puesta en marcha por el Ministerio de Hacienda será solo uno de los aspectos a tener en cuenta para lograr un encaje de Cataluña en el resto de España. Más aún cuando este gabinete reconoce, en privado, que aquella región se encuentra infrafinanciada (la segunda autonomía que más lo está, según las balanzas fiscales del Ejecutivo).
El aspecto económico puede contentar a una porción de la sociedad catalana, pero también hay quienes, más allá del supuesto maltrato económico sufrido por aquella autonomía, se sienten únicamente catalanes por razones históricas, políticas, culturales y sentimentales. Y es aquí donde pueden jugar un papel relevante la reforma del Estatut, un cambio de modelo territorial y el tratamiento más integrador a escala nacional de la lengua y la cultura. Ello, con toda seguridad, también requerirá abordar una reforma de la Constitución que implicará a los partidos nacionales y requerirá el refrendo de todos los españoles.
El diálogo y el acuerdo, por lo tanto, se antojan fundamentales en dos niveles. En primer lugar, dentro de Cataluña, entre las fuerzas independentistas -que a día de hoy representan al 48 por ciento del electorado- y las no independentistas. Y, posteriormente, de las instituciones catalanas con las del Estado.
Una actitud constructiva por parte de todos los actores, abandonando posiciones de máximos y reconociendo la legitimidad del adversario político, debe servir para reparar las heridas abiertas y rebajar la tensión que empieza a calar en la ciudadanía. Y más si, como todo indica, va a pedírsele que refrende el acuerdo que debe empezar a fraguarse el 2-O.
La dialéctica del agravio y la confrontación debe dar lugar a una nueva actitud abierta y tolerante, que cristalice en un pacto que permita recuperar la estabilidad política y económica, y aprovechar las ventajas y desarrollar toda la potencialidad de la convivencia.
Reforma de la financiación o un 'cupo' similar al vasco
El Gobierno lanzó, a comienzos de año, el debate de la reforma de la financiación autonómica, cuyo modelo -aprobado en 2009- no gusta a casi nadie y causa severas fricciones entre autonomías. El Govern de Carles Puigdemont evitó sentarse a negociar y ni siquiera envió expertos a la Comisión de Sabios de la que Hacienda pretendía nutrirse para renovar el sistema. El momento político ha paralizado el debate, pero, más allá, parece claro que una mayoría social en Cataluña considera insuficiente una reforma que no articule un estatus específico para la región.
El Govern de Artur Mas lideró la petición de un pacto fiscal similar al del País Vasco en el año 2012 y fracasó. Argumentaba un trato injusto a Cataluña que, en parte, es cierto: las balanzas fiscales que publica Hacienda sitúan a esta autonomía como la segunda más perjudicada, con un saldo fiscal desfavorable de casi 9.900 millones.
El presidente Rajoy cerró aquella puerta para evitar problemas con otras regiones en un momento delicado para España, que apenas podía financiarse en los mercados y aún hoy el Gobierno continúa negando esa posibilidad, si bien en privado reconoce que el futuro pacto fiscal puede ser una de las soluciones tras el 1 de octubre.
El País Vasco gestiona sus propios tributos en coordinación con la Hacienda española y respetando el principio de armonía fiscal, y devuelve al Estado una cantidad anual denominada cupo para compensar el coste de las materias de las que se ocupa en los tres territorios la Administración Central. La relación entre ambas esferas administrativas es bilateral y no multilateral, como sucede en las comunidades de Régimen Común.
Respeto y reconocimiento a las singularidades
Uno de los hitos que marcaron la conversión de miles de nacionalistas en independentistas de nuevo cuño fue la polémica en torno al concepto nación. En el debate para la reforma del Estatut se introdujo en su preámbulo, sin validez jurídica, que el Parlamento catalán había optado por ese término para referirse a Cataluña.
El Constitucional, en su sentencia de junio de 2010, insistió en que aquella fórmula carecía de consecuencias legales, algo que molestó profundamente y llegó a provocar manifestaciones encabezadas con pancartas que rezaban Somos una nación, no un preámbulo. Sirva este ejemplo para entender que numerosos catalanes han entendido que sus singularidades no eran respetadas en el resto de España ni suficientemente reconocidas. Sucede también con la lengua catalana, potenciada en Cataluña y prácticamente obviada en el resto del país pese a tratarse de una lengua cooficial, si bien hay que matizar que los sucesivos Gobiernos nacionalistas tampoco han hecho nada por otorgar el mismo trato al catalán y al castellano, en detrimento del segundo. Cualquier fórmula de entendimiento debe pasar por amparar la cultura y la identidad catalana dentro del concepto de España, ocupándose también el Estado de potenciarla y difundirla.
En reciprocidad, la Generalitat debe eliminar cualquier sesgo político en la educación y en sus medios públicos. Además, hay que exigir al Estado un esfuerzo en sus gestos y en su presencia en la comunidad: no es comprensible que no exista una labor de seducción hacia los catalanes que han optado por el separatismo por la inacción del Gobierno, ni que no se dé respuesta a las muchas falsedades del relato independentista.
El compromiso de apoyar sin cambios un nuevo 'Estatut'
La actual composición del Parlament puede convertirse en una oportunidad para que los dos bloques -con un peso electoral similar- alcancen un acuerdo que equilibre las aspiraciones moderadas del independentismo con el respeto a los valores esenciales de la Constitución y la convivencia con el resto de España.
El pacto debería cristalizar en un nuevo Estatut que los partidos nacionales deberían comprometerse a respetar en su tramitación en el Congreso, sin recurrirlo al Constitucional, y facilitando las reformas legales o constitucionales necearias para garantizar su plena efectividad. Con Ciudadanos como líder de la oposición en Cataluña y con un PSC alineado sin fisuras con el respeto a la ley, los riesgos de que el nuevo texto resultara inasumible para el Estado son reducidos. Se trata de una fórmula similar a la promesa que en 2003 expresó Zapatero, cuando aseguró que apoyaría "el Estatuto que salga del PArlamento de Cataluña", y que algunos señalan como el origen de la actual situación. ¿Qué problema plantea este camino? Que el proceso de aprobación, cepillado y recorte del Estatut -aunque sólo se declararan inconstitucionales total o parcialmente a 14 artículos de más de 220- sembró muchas ampollas en el independentismo y será difícil que vuelva a confiar en emprender esta senda.
No obstante, ahí entra en juego la política y en la capacidad de Mariano Rajoy de convencer a los líderes soberanistas de que lo que pueden conseguir es mejor que el incierto camino de la indepencia. En este proyecto deberían implicarse los líderes regionales de populares y socialistas, que tendrán que evitar amenazar al Estado con exigir "lo mismo" o denunciar supuestos agravios comparativos.
Una renovada Constitución y avalada por la ciudadanía
Una reforma de la Carta Magna serviría para reeditar la alianza constitucional del 78, que el nacionalismo da por rota desde la sentencia del Estatut. El principal escollo que encuentra esta opción es que el proceso es lento y requiere de un amplio consenso a lo largo de todas sus fases -una reforma agravada de la Constitución conlleva la disolución de las Cortes, el refrendo del nuevo parlamento y el voto afirmativo en referéndum de la ciudadanía-, algo que casa mal con la inflexibilidad de los actuales protagonistas del conflicto.
Asimismo, encontrar qué aspectos podrían satisfacer las demandas del independentismo no es sencillo. Muchos constitucionalistas dudan de que, dado el nivel de descentralización de España -de los más altos del mundo-, queden competencias sustanciales que puedan cederse sin poner en riesgo el funcionamiento de Estado. El respaldo ciudadano, por su parte, se presenta como el mejor aval de esta vía para abordar en conflicto. Los votos blindarían el acuerdo y lo dotarían de estabilidad política y jurídica. Puestos a sentarse a negociar, no obstante, surgen varias dudas.
¿Quién debería representar las demandas del nacionalismo catalán en esta negociación: la antigua Convergencia o Esquerra Republicana? ¿Es posible que Podemos, partido que ha hecho de la confrontación con todo lo que representa el Régimen del 78 su bandera política, acepte sentarse a negociar y pactar con la casta? ¿Aceptará la masa social del independentismo un acuerdo que aleje la opción de la secesión, después de que se le haya hecho creer que realmente están a las puertas de un nuevo Estado? Un nuevo pacto constitucional requerirá imaginación, cintura política y mucha pedagogía.
La consulta pactada: asumir el riesgo de la independencia
El escenario más arriesgado para el Estado, sin duda, sería el de enfrentarse a una consulta pactada. Más allá de los problemas legales que plantea tanto la convocatoria como sus consecuencias -especialmente si ganara el sí-, esta opción a la canadiense o a la escocesa permitiría al Gobierno jugar con la ventaja de decidir los términos en los que se celebre la votación - fecha, pregunta, posibles respuestas, etc.- y condicionarla al compromiso por parte del separatismo de no volver a solicitar un referéndum en un plazo amplio de tiempo -30 o 40 años, por ejemplo-.
A cambio, y como gran contrapartida, el Estado debería asumir la posibilidad de que venciera el sí, y ello abriría, de forma irreversible, la negociación del proceso de ruptura. Las encuestas revelan que un amplio porcentaje de catalanes, en una consulta con tres posibles respuestas -en las que además del sí o el no se incluyera una tercera que contemplara mayor autogobierno pero sin romper con España-, se decantaría por esta vía intermedia.
De imponerse esta opción, la Generalitat estaría obligada a abandonar su apuesta independentista y sentarse a dialogar sobre cómo concretar los términos de la tercera vía. Planteada una consulta por parte del Estado para ganarla, existe el problema añadido de que el nacionalismo lleva gran ventaja al constitucionalismo en la carrera de la propaganda y opinión pública y su mensaje cala mucho más en la sociedad catalana. Además, una vez reconocido el derecho de autodeterminación a Cataluña, ¿cómo negárselo a Euskadi o a otras regiones que lo soliciten?