
El golpe que las elecciones de hace dos meses asestaron a la autoridad de Theresa May ha abierto la oportunidad para reformular la salida británica de la Unión Europea hacia una mayor flexibilidad que la anticipada por la premier. Aunque la pérdida de la mayoría absoluta ha desencadenado batallas internas en la gran coalición que constituye el Partido Conservador, la merma del dominio de una primera ministra incontestable hasta el 8 de junio ha reforzado a la corriente, cada vez más numerosa, que apuesta por priorizar el pragmatismo económico por encima de las soflamas soberanistas y las reivindicaciones del pasado.
Pese a que la consecuencia más inmediata de esta pluralidad es la discrepancia pública, el precio de la divergencia a medio y largo plazo parece compensar, si con ello Reino Unido no solo evita el temido escenario del precipicio, aquel amenazado por May con su ya clásico: "Ningún acuerdo es mejor que uno malo", sino que consigue mantener lazos coherentes con el mayor bloque comercial del mundo.
En ausencia de la líder británica, de vacaciones en Italia y Suiza, las maniobras de un gabinete dividido que sabe que el tiempo avanza en su contra no se han hecho esperar. El poder de May para dictar el Brexit ya no es absoluto y los miembros más destacados de su Gobierno tienen una ocasión de oro para promover su agenda, como ha demostrado la extraordinaria transformación del titular del Tesoro.
Su tesis a favor de acuerdos de transición una vez completado el proceso es aceptada ya, una victoria para los partidarios de la ruptura suave, que han logrado superar las reticencias de un núcleo duro anti-UE que, hasta hace poco, mantenía que los dos años de plazo serían más que suficientes para pactar el nuevo marco.
Claras divergencias
La renovada influencia de Philip Hammond, sin embargo, no acaba ahí. El mismo ministro que hasta las generales tenía un pie fuera del Número 11, un político cuyo mote, 'Hoja de Cálculo', demuestra el mínimo entusiasmo que generaba, se ha convertido en el portavoz del frente que asume como una misión de país la modificación de los postulados avanzados por May en enero. Sus garantías a los empresarios en un contexto de caída de la inversión, según el Banco de Inglaterra, como consecuencia de la incertidumbre de la salida, lo han dotado de una credibilidad cualitativa frente las etéreas consignas de prosperidad agitadas por los eurófobos.
Además, la facción encabezada por Hammond cuenta con pesos pesados, como la jefa de Interior, la cartera ocupada por May hasta su traslado a Dowining Street, el de Sanidad, o el primer secretario de Estado, considerado un viceprimer ministro en la práctica y aliado natural de la mandataria británica, quien confía en él como en nadie en su Ejecutivo, en base a una profunda amistad forjada en sus años universitarios. Frente a ellos aparecen los habituales del bastión anti-UE, un activo contingente resuelto a evitar que la incipiente tendencia diluya la ambición del divorcio duro anticipado por la primera ministra.
La batalla abierta denota divergencias en el seno del gabinete, sí, pero su existencia prueba un cambio: Hasta hace poco no había base para un debate equilibrado, dada la determinación de May por una salida al gusto del frente eurófobo y su omnipotencia para imponerla. El reto pasa por encauzar las ansias de cada bando sin romper a un Ejecutivo en minoría en el que las heridas en materia de Europa se han vuelto a abrir. El propio Hammond recordaba recientemente que, hace semanas, la posibilidad de acuerdos de transición apenas estaba sobre la mesa.
La única disputa ahora es por cuánto podrán mantenerse, ya que figuras como el secretario de Comercio Internacional aspiran a que Reino Unido empiece a negociar pactos bilaterales cuanto antes, una ambición incompatible con la presencia en el mercado común, o la unión de aduanas. Hasta ahora, diputados de todos los partidos está ya intentando forzar una votación para mantener a Reino Unido en el Área Económica Europea.