
La sentencia del Tribunal Constitucional que anula la escandalosa amnistía fiscal impulsada por Cristóbal Montoro debe propiciar su inmediata salida del Gobierno. No debe transcurrir más tiempo para una salida que debió producirse al término de la anterior legislatura, pero que se ha demorado por cuestiones de fidelidad ajenas a la política. Montoro ha dejado de estar autorizado para exigir un solo sacrificio más a la ciudadanía tras instigar una regularización extraordinaria -así lo llamaba él aunque incluso la vicepresidenta Santamaría reconocía la amnistía- de la que se beneficiaron multitud de personajes que hoy acumulan causas en los tribunales.
Hasta ahora, al titular de Hacienda y Función Pública le salvaba la tardanza de la Justicia en pronunciarse. Hoy ya no es así. La amnistía ha sido un golpe bajo al resto de contribuyentes, que en 2012, cuando se aprobó el engendro, afrontaron con entereza la subida del IRPF; el incremento del IVA; los Acuerdos de No Disponibilidad presupuestaria más cuantiosos de la historia; o los ajustes de gasto más brutales que se recuerdan en servicios básicos como la Sanidad, la Educación o la Dependencia.
Por si fuera poco, y así lo denuncian formaciones políticas como el PSOE y Ciudadanos, quienes se acogieron a la amnistía dejaron en las arcas públicas menos de un tercio de lo que había previsto el ministro, 1.200 millones de euros en lugar de los 4.000 millones previstos, un desfase que atufa a distancia y que está aún por explicar en el Parlamento, por más que el propio Montoro conteste con desdén a los diputados Pedro Saura o Francisco de la Torre, entre muchos otros.
La vergüenza es tal que incluso ayer el PP, por boca de su portavoz parlamentario en el Congreso, Rafael Hernando, no se atrevió a proteger al ministro. La decisión de aprobar la amnistía fue equivocada, dijo Hernando, aunque se adoptó a la desesperada, porque España corría riesgo de rescate. Bien, pero... ¿seguro que no existían alternativas? ¿No hubiera resultado más sensato ajustar el gasto, siquiera una vigésima parte, de las diputaciones? Claro que no: las diputaciones, ni tocarlas. Buen sitio para premiar, de nuevo, esas fidelidades tan bien valoradas en la arena política.
Balance fundido a negro
La trayectoria de Montoro, como la de cualquier otro político con décadas de experiencia a sus espaldas, cuenta con sus luces y con sus sombras. No todo lo ha hecho mal, ni mucho menos. Es cierto que las luces le acompañaron más durante los Gobiernos de Aznar. Primero como secretario de Estado de Economía, cargo por el que formó parte de un equipo que colocó a España en el euro gracias a una meritoria política de liberalizaciones y control del gasto público. Después, ya como ministro de Hacienda de 2000 a 2004, mostró gran habilidad con las cuentas y, detalle no menor, muy buenas artes parlamentarias.
Pero entonces todo iba bien, con el PIB disparado, el déficit y la deuda bajo control y el paro rozando mínimos en décadas. Fue a partir de 2008, año en el que Mariano Rajoy le repesca para la primera fila política, cuando la trayectoria de Montoro empieza a empañarse. Justo cuando esa fidelidad al hoy presidente se hace más palpable.
No pocos olvidan que el PP se opuso, allá por mayo de 2010, al brutal decreto de recortes que aprobó Zapatero para evitar el colapso de España y probablemente del euro. Pese a que aquel trámite evidenciaba el desastre de la política económica del Gobierno socialista, fue CiU quien debió socorrer al Ejecutivo y no el otro gran partido con capacidad de gobierno. Aquello sentó muy mal en Bruselas y fraguó, de hecho, una bienvenida muy poco afectuosa cuando el propio Rajoy cogió el testigo de Zapatero a finales de 2011.
Desde 2012, el balance de Montoro sigue oscureciéndose como todopoderoso guardián de las finanzas públicas. Es precisamente el año en el que se aprueba la amnistía fiscal para escándalo de trabajadores, sindicatos, partidos, medios de comunicación y sociedad en general. Casi todo el mundo era consciente de que España estaba en la UVI, pero casi nadie creyó que no hubiese alternativa a una medida de este tipo.
Desde entonces, Montoro se ha caracterizado por los sucesivos incumplimientos del déficit público -el año 2016 fue una excepción gracias a la mano ancha de Bruselas por la etapa de desgobierno-; por una política impositiva marcada por la imprevisión más rampante; y por una incapacidad manifiesta para asumir errores y demostrar talla política.
Quizá el de los impuestos sea el capítulo más grave de todos. En 2012, Montoro instigó el más brutal aumento de tributos que se recuerda, para, desde 2014, aliviar considerablemente la presión sobre ciudadanos y empresas a través de rebajas de IRPF y Sociedades. Una medida en la buena dirección que, sin embargo, fue mal calculada y desembocó, a finales del año pasado, en un nuevo y brutal incremento de Sociedades que llegó a motivar uno de los comunicados más duros que se le recuerdan a la CEOE contra este Gobierno.
Hora de partir
¿Toda la obra actual de Montoro es mala? Por supuesto que no. Su gran acierto reside en la creación de los mecanismos de liquidez extraordinarios y el reconocimiento público de la enorme debilidad de las autonomías allá por 2012. Bien vale mencionar la valentía que demostró el ministro entonces, sobre todo teniendo en cuenta que hoy por hoy las cuentas regionales están, en líneas generales, encauzadas.
Pero los puntos negativos superan en gran número a los positivos. No se pueden olvidar polémicas como la del céntimo sanitario, con el Gobierno a los pies de los caballos del Tribunal Supremo y del Tribunal Superior de Justicia Europeo. Tampoco es fácil digerir aquel discurso preelectoral recurrente de "cumpliremos el déficit" de 2015 para, pocos meses después, dar cuenta de un desvío de casi 10.000 millones a la UE. Desvío que, por cierto, pudo terminar en multa desastrosa del 0,6 por ciento del PIB en un momento en el que la recuperación económica se consolidaba. Y tampoco escapa a nadie el poco disimulo del titular de Hacienda para poner a diferentes colectivos en la picota por supuestos fraudes al fisco.
Con luces y sombras y un balance que se funde a negro, la sentencia del Constitucional sobre la amnistía fiscal debe poner fin a la carrera política de Montoro. El aún ministro, que entre bromas gusta de recordar los trienios que lleva acumulados, debe mostrar un último gesto de grandeza y propiciar su relevo. Marcharse con el regusto del último acuerdo presupuestario y hacer un favor al Ministerio que más escuece a los españoles: el de la Hacienda Pública.