
Grecia vuelve a dar dolores de cabeza a la eurozona en el peor de los momentos. Con problemas internos sin resolver (como la crisis migratoria), falta de amigos en el exterior, más aún tras la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, y un parón político que se extenderá durante meses, Atenas se asoma al default en julio. De hecho, la deuda griega se está tensionando estos días y el bono heleno a dos años vuelve a superar la barrera del 10 por ciento, con recorrido al alza.
Para evitarlo, sobre todo antes de que el panorama político se complique con las campañas holandesa y francesa en las próximas semanas, el presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, convocó ayer una reunión de emergencia en Bruselas para intentar desbloquear la revisión en marcha del tercer programa de rescate de 86.000 millones de euros. El encuentro, que se celebró ayer por la tarde en Bruselas, llegó precedido de un compromiso casi igualmente complicado entre los europeos y el FMI.
Los acreedores internacionales acordaron solicitar 1.800 millones de euros (alrededor de un 1 por ciento del PIB) en ajustes adicionales en 2017 y en 2018 al Gobierno de Alexis Tsipras para cumplir con los objetivos fiscales del programa.
De esta manera, los europeos y el fondo enterraron temporalmente el hacha de guerra tras meses de sonora disputa sobre la posición fiscal de la economía griega de cara a 2018, cuando termina el programa de rescate. Los europeos creen que con las reformas incluidas en el programa, Atenas conseguirá el 3,5 por ciento del PIB de superávit fiscal marcado como objetivo para 2018, y logrará mantenerlo durante los años posteriores.
Sin embargo, el Fondo cree que Atenas se quedará muy corta, con un 1,5 por ciento del PIB de superávit. Más aún, opina que la senda de la deuda es "explosiva", según advirtieron en su último análisis. La discusión en torno a la deuda continúa siendo un debate de alta tensión entre ambos lados, y un tabú para los europeos. Según la Comisión Europea, la deuda helena alcanzó su pico en 2016, al llegar a un 181,6 por ciento de su PIB, y se espera que se reduzca hasta el 172,4 por ciento en 2018, cuando termina el programa.
Ambos lados buscaron evitar ayer la discusión en torno a la reestructuración que pide el Fondo para salvar un acuerdo que, de momento, permita desbloquear los 6.100 millones de euros del tramo actual que necesita Grecia para pagar 7.500 millones en vencimientos en julio.
Este acuerdo de más austeridad entre los acreedores choca frontalmente con el Ejecutivo heleno. Los ajustes llegarán ensanchando la base fiscal, pero también tocando las pensiones, comentaron fuentes europeas a la agencia Reuters.
Pero Tsipras ha rechazado frontalmente cualquier recorte adicional a las pensiones, un tema altamente sensible en su país, tras los 11 tijeretazos que han sufrido los pensionistas desde 2010.
A pesar del barranco que separa a europeos y al fondo, y el hartazgo del Gobierno griego, Dijsselbloem negó cualquier riesgo de quiebra de Grecia, y por lo tanto de su salida del euro. "Las historias de crisis están ampliamente exageradas", dijo el holandés a los medios de su país. "Las reformas avanzan lentamente, pero van en la buena dirección", añadió. Aunque otras voces más prudentes recordaron fuera de micrófonos que los helenos aún tienen que adoptar (al menos) la mitad de las reformas acordadas con sus socios para cerrar esta revisión.
A la reunión de ayer se esperaba que también acudiera el director gerente del Mecanismo de Estabilidad Europeo, Klaus Regling, representantes de la Comisión Europea y del FMI. El encuentro se intentó mantener lejos de los focos. Fuentes europeas reconocieron al diario holandés De Volskrant que los detalles se mantuvieron en secreto "para evitar las sesiones de pánico de 2010-2015".