
El Gobierno británico ha demostrado que el juego de las relaciones internacionales en el siglo XXI conlleva un delicado equilibrio entre diplomacia, interés nacional e impulso económico. Desafiando el criticismo de sus más estrechos aliados, Reino Unido desplegó la semana pasada sus más depuradas habilidades como anfitrión para deleitar a la segunda economía del planeta y allanar el camino para convertirse en tan sólo diez años en el segundo socio comercial de China.
La visita de cuatro días de su presidente, Xi Jinping, constituía no sólo la primera de un mandatario chino en una década, sino la culminación de una campaña de atracción orquestada tiempo atrás por George Osborne, mano derecha de David Cameron, ministro de Finanzas y, actualmente, principal favorito para suceder al premier cuando abandone el timón antes de las próximas generales.
Frente a las suspicacias que este acercamiento ha generado en gran parte de las potencias occidentales, Londres considera que los beneficios económicos de tener a Pekín a mano superan las reticencias en controversias. Es más, Cameron no sólo consideró compatibles "una conversación" sobre Derechos Humanos con Jinping y "una fuerte relación con China", sino que mantuvo que "se debe tener ambas".
Los cimientos para esta nueva sociedad de "creciente interdependencia" habían sido puestos hace dos años por Osborne en una expedición al país en la que se había hecho acompañar de una notable delegación de empresarios británicos.
Si entonces el titular del Tesoro había recabado el compromiso de implicación china para proyectos trascendentales como la apuesta por la energía nuclear en Reino Unido, este 2015 la palabra se ha hecho realidad con una de las principales actuaciones cerradas la semana pasada en el paquete de más de 30.000 millones de libras en acuerdos comerciales: Pekín financiará un tercio de la partida necesaria para construir la primera central nuclear en una generación, que se situará en el Condado de Somerset.
La colaboración, con todo, es simbiótica, puesto que la alfombra roja desplegada para Xi Jinping en territorio británico forma parte de una estudiada estrategia para reforzar su popularidad en casa, tras meses de convulsión generada por la crisis del yuan, el caos de la bolsa y el cada vez mayor cuestionamiento acerca de la sostenibilidad del crecimiento chino. Además, el Gobierno británico garantizó un importante caramelo para su visitante con el compromiso de reducir de 324 libras a 85 el coste de los visados para los turistas chinos, los segundos que más gastan en el país, por detrás de los norteamericanos.
Puertas abiertas
De esta manera, Cameron materializaba la invitación cursada en su última visita al país asiático, en la que había incentivado a Gobierno y empresarios a convertir a Reino Unido en el objeto de su afecto inversor: "Si estáis invirtiendo, invertid más y si estáis pensando en hacerlo, venid, encontraréis una cálida bienvenida". Sus palabras se cumplieron la semana pasada con una total apertura de puertas a la entrada de capital chino, ayudada por la engrasada maquinaria diplomática británica, que diseñó una agenda destinada fundamentalmente a agasajar a la delegación china.
Los beneficios de esta proximidad, sin embargo, no generan consenso en un territorio que la pasada semana, sumaba una nueva oleada de despidos en un sector estratégico como el del acero, debido al desafío de la competencia china.
Las pullas llegan desde todos los frentes
La visita de Xi Jinping generó inevitables intercambios diplomáticos entre ambas potencias. Si el 'speaker' de los Comunes se refirió a la activista birmana Aung San Suu Kyi, la propia Reina destacó el acuerdo que permitió a Hong Kong mantener su administración. Xi Jinping aprovechó también para subrayar que si bien Westminster es el Parlamento más antiguo del mundo, "en China, el concepto de poner a la gente primero, cumpliendo con la ley, tiene 4.000 años".