Antes de que me apedreen, quiero dejar una cosa muy clara: Antoni Gaudí fue un genio. Fue uno de los creadores más formidables de la historia de la arquitectura y, parafraseando al crítico William J.R. Curtis, una de esas escasas personas que aparecen a lo largo de los siglos y que son capaces de generar un modelo completo del mundo.
No solo reinterpretó corrientes coetáneas como el Art Nouveau francés y el Jugendstil germano cuyo campo de trabajo era esencialmente decorativo, sino que introdujo todo un sistema estructural, espacial y formal, elevando así al Modernisme a cotas que sus contrapartes europeas ni siquiera se plantearon alcanzar.
No hay más que mirar la fachada de La Pedrera o pasear por su cubierta para entender la revolución arquitectónica que supuso el trabajo de Gaudí. No hay más que sentarse en el banco del Park Güell para darse cuenta de que es el mejor banco del mundo; un asiento corrido que, gracias a su trazado ondulado, permite sentarse en grupo y también separarse para mirar al mar en solitario.
En efecto, Antoni Gaudí fue una figura primaria en la arquitectura mundial y en Barcelona tienen la suerte de contar con la mayoría de sus edificios. Desafortunadamente, en pleno centro de la ciudad condal también se levanta su peor obra. Porque -y ahora pueden volver a apuntarme con su piedras- la Sagrada Familia es un pastiche horroroso.
¿Y por qué digo que el monumento más visitado de España, con más de tres millones de turistas anuales, es uno de los edificios más feos del país? En primer lugar porque nunca debió haberse continuado. Como la mayoría sabrán, la Sagrada Familia es un edificio inacabado. La primera piedra se puso en 1882 y a fecha de hoy aún falta por construir la mayoría de las 18 torres con las que se supone contará una vez finalizado, además de parte de la cubrición y la fachada exterior.
¿Cuál es el problema? Pues que Gaudí falleció en 1926 con poco menos de un tercio de la obra construida. El resto es una adición de fragmentos e interpretaciones a partir de planos originales y una maqueta de yeso bastante maltrecha. Piensen que si alguien cogiese la Sinfonía Incompleta de Schubert y decidiera a terminarla, o bien acabaría imitando acordes y motivos de hace ciento cincuenta años, o bien convertiría el asunto en una amalgama de estilos e intenciones que destrozaría la obra inicial y ni siquiera permitiría poner en valor la parte nueva.
Imagen de Chris Yunker (CC)

Eso es exactamente lo que sucede en la Sagrada Familia, que entre las interpretaciones y la adecuación del edificio a la normativa contemporánea, el resultado acaba siendo una sucesión de pegotes sin unidad. Por ejemplo, las formas hiperboloides y paraboloides que tenían sentido estructural cuando Gaudí las calculó para estar hechas de piedra, pierden cualquier necesidad constructiva al ser de hormigón. La forma ya no es estructural sino puramente decorativa. Así, la supuesta obra principal del Modernisme no deja de ser como un muñeco de madera pero hecho de plástico.
Cuando Alejandro de la Sota visitó la reconstrucción del Pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe en 1986 dijo: "Es inútil continuar la Sagrada Familia..." El gran arquitecto español se refería a la diferencia entre una operación y la otra. Entre respeto por la lógica original de Mies y la amalgama que se estaba produciendo en la obra de Gaudí.
De hecho, la Sagrada Familia no debería haberse continuado en ningún momento porque, ya en su época, el mundo de la arquitectura la había adelantado a velocidad supersónica. Piensen que el pabellón alemán de Mies se construye para la Exposición Universal de Barcelona de 1929, solo tres años después de la muerte de Gaudí. Es más, en ese mismo 1929, Le Corbusier levanta la Villa Saboya en Poissy. Y ambas son piezas maestras de la arquitectura moderna.
Y ese es el verdadero problema de la Sagrada Familia, que nació y creció a partir de un planteamiento antiguo y equivocado. El proyecto original neogótico, obra de Francisco de Paula del Villar y Lozano, ya era una aberración porque planteaba una catedral gótica en 1882. En realidad, los historicismos son en sí mismos una estupidez porque se limitaban a imitar las formas y los ornamentos de épocas pasadas sin prestar atención a los espacios ni a las causas que habían producido dichos espacios.
Cuando Gaudí se hizo cargo de la obra un año después, quiso construir un edificio adecuado a su propia exploración. A los motivos orgánicos del Modernisme y a las estructuras polifuniculares que eran capitales para él. Así, convirtió a la Sagrada Familia en su obra central, el edificio dónde se concentraría durante los restantes 43 años de su vida, los quince últimos de manera exclusiva.
Quizá fue ese su error. Quizá fue la inquebrantable fe católica del arquitecto catalán la que le impidió rectificar desde que comenzó la construcción con 31 años hasta que murió atropellado por un tranvía a los 74, pero en la Sagrada Familia se olvidó de la arquitectura. Claro que a lo mejor esa era su intención, al fin y al cabo, él nunca se consideró arquitecto, sino el último maestro de obra del Gótico.

Imagen de Claire Rowland (CC)
Lástima que el Gótico no tenía ningún sentido en 1883. Lástima que la planta y la sección de la Sagrada Familia sean tan parecidas a las de una catedral gótica. Lástima que a apenas cinco paradas de metro se levante Santa María del Mar, que sí es una verdadera obra maestra del Gótico, con el espacio del Gótico y la luz del Gótico. ¿Para qué sirve plantear estructuras mediante maquetas experimentales si luego retorcemos el espacio para que sea como el de setecientos años antes? ¿Para qué sirve revolucionar la arquitectura si luego solo hacemos una imitación?
Y ni siquiera es eso lo peor. Lo peor es que, aunque sea una antigualla de espacio completamente fuera de la lógica de su tiempo, tampoco hay posibilidad de apreciarlo. Y me explico: no nos duelen prendas cuando acusamos a Frank Gehry de repetir los mismos recursos en todos sus edificios, ya sean museos, auditorios, bodegas o la reforma del baño de su cuñada. Pues tampoco deberíamos cortarnos al decir que Gaudí hacía exactamente lo mismo y le daba igual si construía un parque, un edificio de viviendas o una iglesia católica.
Lo malo es que en la Sagrada Familia no repitió la arquitectura sino la decoración. No hay ni rastro de la investigación espacial que produjo La Pedrera, solo hay adornos y ornamentos y tallas y esculturas e inscripciones cubriendo cada rincón, cada capitel, cada arco y cada puerta. No hay ni un momento de pausa ni de respiro, nada que permita pararse y apreciar un determinado motivo o un cierto espacio. Porque no hay manera de adivinar cómo es ese espacio entre la farragosa aglomeración de florituras escultóricas.
Hay quién dice que Gaudí era muy barroco, pero se equivocan. La verdadera esencia de la arquitectura barroca no estaba en lo recargado de su ornamentación, sino precisamente en la jerarquía entre unas partes limpias y otras profusamente decoradas, que así, por contraste, adquirían aún más valor. En la Sagrada Familia no hay manera de discriminar qué espacios son importantes y cuáles son secundarios porque todo tiene el mismo valor. Porque todo está recargado hasta el punto de saturación visual. Y posiblemente lo estará todavía más cuando se termine. Si se termina.
Tras 132 años desde su inicio, esto es lo que se levanta en medio del Eixample con el nombre completo de Templo Expiatorio de la Sagrada Familia: una construcción a medio terminar que, entre interpretaciones, reinterpretaciones, errores arquitectónicos y sobrecarga decorativa, se parece a un monstruo de Frankenstein vestido de faralaes. De demasiados faralaes.