Economía

Cameron prueba su flexibilidad negociadora para evitar el 'Brexit'

  • El riesgo no es sólo británico: ambas partes deben proteger su simbiosis

El debate sobre el futuro de Reino Unido en la Unión Europea ejerce tal dominio sobre la realidad post-electoral británica que un testigo distraído podría concluir que la campaña oficial del referéndum ya ha comenzado. Aunque todavía no hay bandos formados, más allá de los eurófobos conocidos, y ni siquiera han arrancado las negociaciones sobre la reforma prometida por David Cameron para abogar por el sí, la inesperada mayoría absoluta conservadora convierte el plebiscito en la sombra más alargada de este arranque de Legislatura.

En juego están no sólo las consecuencias para un país que, de votar no, abandonaría el mercado único más grande del mundo, con 500 millones de consumidores, y su principal destino exportador, con el 50% de sus ventas anuales al exterior. El progresivo hartazgo que la presión británica ha empezado a generar entre sus socios, especialmente los del bloque del Este, no alcanza para contrarrestar el impacto negativo de una potencial Brexit para el proyecto de la UE.

El peso global de Reino Unido haría que los efectos fuesen de escala continental, sobre todo en una tesitura histórica en la que los Veintiocho tratan de resurgir de una crisis económica, de identidad y de confianza. Ante las demás potencias mundiales y las economías emergentes, la virtual pérdida de uno de los miembros más importantes reduciría la influencia de la UE en el resto del planeta. El Financial Times citaba recientemente a un ministro germano que habría asegurado que si para Reino Unido "sería un desastre, para Alemania constituiría una catástrofe".

Como resultado, mientras Londres debe ponderar si le conviene imitar el modelo de Noruega, que para disfrutar del mercado único debe respetar normativas comunitarias sobre cuya elaboración carece de poder alguno, Berlín, París y las demás capitales tendrán que decidir si se pueden permitir perder el influjo británico sobre su proyección exterior. Su flexibilidad negociadora estará determinada por la pericia de Cameron para reconducir el rol cada vez más marginal de Reino Unido en los Veintiocho, especialmente porque cada Estado tiene su propia agenda.

Si resiste la presión de las facciones más antieuropeas de los conservadores, para las que ningún acuerdo será suficiente, y resuelve el puzzle de cómo gestionar el voto de conciencia en sus filas, el premier tendrá más opciones de estimular la necesaria connivencia. No en vano, el inevitable condicionante de su posición de diálogo es que reescribir las reglas del crisol que es la UE no depende de él. Independientemente de las reformas que quiera promover e incluso de que su objetivo último sea un nuevo tratado que sustituya al de Roma, la entrega parcial de soberanía que conlleva la integración comunitaria no tiene marcha atrás.

La cuestión que las partes han de preguntarse es hasta dónde están dispuestas a llegar para proteger su simbiótica relación. Cameron tiene dos obstáculos, puesto que uno de los pilares que aspira a modificar, la restricción del acceso de los ciudadanos comunitarios al Sistema del Bienestar británico, no sólo ha encontrado una notable oposición entre los países del Este, sino que tendrá un difícil encaje en la legislación fundacional comunitaria.

Por si fuera poco, los Veintiocho desconfían de la ambición británica de garantizar un rango de ley al nuevo estatus que espera pactar. Cameron tuvo la oportunidad de comprobar el pasado viernes en Letonia la falta de apetito de sus socios por un cambio de Tratado, un desenlace que obligaría en muchos casos a convocar referéndums. A esta reticencia se suman las imposiciones de cada Estado miembro en función de sus necesidades.

Francia y Alemania celebran elecciones en 2017, precisamente el año previsto por Cameron para su plebiscito, por lo que es de prever que la voluntad negociadora de François Hollande y Angela Merkel se vea influida por el viento de las urnas.

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